Uno de los fraudes de la
política económica detectado por la Teoría Monetaria Moderna y expresamente señalado
por Warren Mosler en su libro Los siete fraudes inocentes capitales de la política
económica es el
referido a que los déficits públicos de hoy son una carga para nuestros
nietos. Es verdad que con nuestra huella
ecológica estamos desbordando la biocapacidad del planeta, haciéndolo menos
habitable y mermando recursos vitales, esto les obligará a vivir en un mundo
enrarecido e inestable, pero los déficits públicos no serán los que limiten sus
posibilidades de producir bienes y servicios en el futuro, lo que realmente
limitará sus posibilidades es la tecnología que exista en su día y los recursos
de todo tipo que mantenga ociosos, ya que supondrán un despilfarro de
posibilidades. Si bien, también es verdad que el invento de la deuda y su
crecimiento exponencial es una convención de nuestras sociedades modernas que
limita un desarrollo sostenible y un reparto igualitario de la tarta, a cuya
creación todos contribuimos.
Warren
Mosler argumenta, sin embargo, que la idea de que estamos privando a nuestros hijos de bienes y
servicios reales por lo que llamamos “la deuda nacional” es absolutamente
ridícula, “Cuando nuestros hijos construyan, dentro de 20 años, 15 millones de
vehículos al año, ¿tendrán que enviarlos de vuelta a través del tiempo, a 2008,
para pagar sus deudas? ¿Seguimos enviando bienes y servicios reales a través
del tiempo hasta 1945 para pagar la persistente deuda de la Segunda Guerra
Mundial?” No cabe duda de que los servicios que producimos hoy se reciben hoy y
no podemos enviarlos ni al pasado, ni al futuro. Tampoco podemos guardar
alimentos para que los consuman nuestros nietos o ellos enviarnos alimentos desde
el futuro. De la misma manera la mayor parte de la producción tiene una vida
corta que poco o nada tiene que ver con el mundo endeudado que hoy conocemos.
Nos cuenta el filósofo Slavo Zizek en un reciente
libro que el problema del eslogan “¡No puedes gastar más de lo que produces!”
es que, tomado de manera universal, es una perogrullada tautológica, un hecho y
no una norma (naturalmente la humanidad no puede consumir más de lo que
produce), al igual que no puedes comer más comida de la que tienes en el
plato), pero en el momento que uno pasa a un nivel particular, las cosas se
vuelven problemáticas y ambiguas. Al nivel directo y material de la totalidad
social, las deudas en cierto modo son irrelevantes, incluso inexistentes,
puesto que la humanidad en su conjunto consume lo que produce, y por definición
no puede consumir más[1].
Pero “hete aquí” que se inventó la deuda para que
los acreedores (aquellos que más tienen) dominen a los deudores y multipliquen
sus riquezas, para que unos se aprovechen de otros y bajo la batuta del dinero
ficticio permitan, con los esfuerzos futuros, adelantar la cobertura de las necesidades
y empresas de otros. Hoy en día, según los datos públicos, alrededor del 90 %
del dinero que circula es dinero crediticio “virtual”, de manera que si los
productores “reales” se encuentran en deuda con las instituciones financieras,
tenemos razones para dudar de las condiciones de su deuda: ¿hasta qué punto
esta deuda es el resultado de especulaciones que ocurrieron en una esfera sin
ningún vínculo con la realidad de una unidad local de producción?[2]
Adam Smith
decía que siempre que los hombres de negocios se reúnen, van a conspirar sobre
cómo sacar dinero del público en su conjunto (como hacer un acuerdo y engañar a
la gente de que todo es por el bien de la sociedad). En el cerebro de
los ciudadanos se han grabado a fuego ideas económicas que poco tienen que ver
con la realidad y mucho con mantener un sistema de privilegios de la clase
“pudiente”. Las ilusiones engañosas percibidas en el mundo económico son más
habituales de lo que se cree. La mentira apoyada en la avaricia y los intereses
individuales son moneda común de nuestro universo político. Es verdad que
podemos encontrar el cielo y el infierno en cualquier persona y por ello la
ética personal es ahora indispensable.
Nos dicen los científicos que el cerebro se
acostumbra a la deshonestidad. Parece ser que la amígdala[3],
desempeña un papel importante en la valoración emocional de las distintas circunstancias.
Entre otras funciones, es corresponsable de la aparición del temor, motivo por
el cual se le suele denominar “centro cerebral del miedo”. Cuando mentimos en
beneficio propio, la amígdala se encarga de que tengamos mala conciencia con el
objetivo de limitar la envergadura de nuestros embustes, pero, sin embargo,
cuando contamos una mentira tras otra, la amígdala atenúa progresivamente su
actividad de modo que dejamos de sentirnos culpables. Esto explica la
insensibilidad y el proceder avaricioso de aquellos que se acostumbran a mirar
sólo por lo suyo mal que les pese a muchos otros.
Por otra parte, todos sabemos que la pobreza afecta
a la capacidad cognitiva. Y así entre mentiras y pobreza estamos fabricando un
mundo que no está orientado a las personas, un mundo de completa desigualdad e
injusticia en el que si no hay lucha de clases, sí que lo parece. Es, por eso,
hora de desechar la mentira en nuestras sociedades, así como no caer en los
engaños de la deuda, ya que sus efectos pueden ser muy peligrosos y dañinos; en
caso contrario, si miramos para otro lado, el futuro sí que no va a ser nada agradable.
[1] ZIZEK, SLAVOJ (2016:40-41). Problemas en el paraíso.
Del fin de la historia al fin del capitalismo. Anagrama.2016
[3] La amígdala forma
parte del llamado cerebro profundo, donde priman las emociones
básicas tales como la rabia o el miedo, también el
instinto de supervivencia, básico sin duda para la evolución de cualquier
especie.
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