jueves, 27 de abril de 2017

La falacia de la autorregulación de los mercados

Los que piensan en las bondades del Estado Mínimo y que los mercados se regulan automáticamente, no tienen en cuenta la disposición humana a la avaricia y la imperfección del mercado. El mercado perfecto no existe y por tanto nunca puede funcionar de la forma que procure la producción y distribución que resulte justa y distributiva para toda la ciudadanía. “La exposición de los individuos a los caprichos del mercado laboral y de bienes suscita y promueve la división y no la unidad; premia las actitudes competitivas, al tiempo que degrada la colaboración y el trabajo en equipo al rango de estratagemas temporales que deben abandonarse o eliminarse una vez que se hayan agotado sus beneficios.[1]” Así, no es sorprendente que “La palabra comunidad, como modo de referirse a la totalidad de la población que habita en un territorio soberano del Estado, suena cada vez más vacía de contenido[2].”

El mercado sin bridas consigue concentrar el poder económico y el poder de dar normas sociales. Los resultados de esta masiva concentración han sido desastrosos, como nos muestra la evidencia constatada tanto en los años previos a la gran depresión de 1929 como en los años previos a la gran recesión de 2007: pobreza, desigualdad, ruinas, suicidios, cierre de empresas, tensiones entre naciones, etc. Keynes, gran economista con insuficiente reconocimiento, recomendó la utilización contracíclica del gasto público, y las economías vivieron sus mejores años, los denominados treinta gloriosos, que transcurrieron desde la terminación de la Segunda Guerra Mundial y hasta los primeros años de la década de los 70 del anterior siglo. No obstante, la contrarrevolución neoliberal iniciada en la década mencionada volvió a sacralizar la intocable libertad del mercado con los efectos perniciosos que ya conocemos, aunque a algunos privilegiados les suene muy diferente.

Karl Polanyi nos advertía ya en 1944 de la “Gran Transformación” que el mundo había sufrido con ocasión de que el libre mercado y la economía marquen el paso de nuestras sociedades. “Permitir que el mecanismo del mercado dirija por su propia cuenta y decida la suerte de los seres humanos y de su medio natural, e incluso que de hecho decida acerca del nivel y de la utilización del poder adquisitivo, conduce necesariamente a la destrucción de la sociedad. Y esto es así porque la pretendida mercancía denominada «fuerza de trabajo» no puede ser zarandeada, utilizada sin ton ni son, o incluso ser inutilizada, sin que se vean inevitablemente afectados los individuos humanos portadores de esta mercancía peculiar […] La naturaleza se vería reducida a sus elementos, el entorno natural y los paisajes serían saqueados, los ríos polucionados, la seguridad militar comprometida, el poder de producir alimentos y materias primas, destruido[3].” Sin duda un buen análisis.

El liberalismo económico viene siendo el principio organizador de una sociedad que tiene al sistema de libre mercado como ídolo sagrado. Sin embargo, no es pueril señalar que lo que está destruyendo la sociedad, en último término,  es el pensamiento único que considera al mercado una panacea que se autorregula, asignando eficientemente los recursos y distribuyendo equitativamente la riqueza. La realidad es que el mercado, con su fiel que se mueve al son de la oferta y la demanda, requiere ejércitos de personas buscando trabajo para que este sea precario, mal pagado y esclavizado y de esta forma se consigan beneficios incluso dónde es difícil sacarlos. Pero como bien decía Polanyi: “Aceptar el hecho de que una semi-indigencia de la masa de los ciudadanos es el precio a pagar para alcanzar el estado más elevado de prosperidad puede responder a muy diferentes actitudes humanas.[4]” Ya que “la economía de mercado implica una sociedad en la que las instituciones se subordinan a las exigencias del mecanismo del mercado[5].” “Separar el trabajo de las otras actividades de la vida y someterlo a las leyes del mercado equivaldría a aniquilar todas las formas orgánicas de la existencia y a reemplazarlas por un tipo de organización diferente, atomizada e individual[6].”

Hay economistas que quieren convencernos de que funciona aquello que reiteradamente hemos visto que provoca grandes desequilibrios sociales. La Historia de la Humanidad está empedrada de luchas por una justicia que proteja la dignidad de todos. “La historia de la humanidad está, en efecto, llena de momentos de lucha por la libertad y la igualdad, de revueltas contra los opresores y de intentos de construir sociedades más justas, aplastados por los defensores del orden establecido, que han sostenido siempre, y siguen haciéndolo hoy, que la sujeción y la desigualdad son necesarias para asegurar la prosperidad colectiva o incluso que forman parte del  proyecto divino[7].” Para que no se repita siempre el mismo ciclo, que la rueda de vueltas de opresión interminables, debemos taparnos lo oídos para no escuchar los cantos de sirena de aquellos que como el flautista de Hamelin quieren sólo arrimar el ascua a su sardina.




[1] Bauman, Zygmunt (2007: 9) Tiempos líquidos, vivir en una época de incertidumbre. Ensayo Tusquets.
[2] Ibídem (2007: 9)
[3] Polanyi, Karl (1989: 129) La Gran Transformación: Crítica del liberalismo económico. Ediciones La piqueta.
[4] Ibídem (1989: 198)
[5] Ibídem (1989: 291)
[6] Ibídem (1989: 269)
[7] Fontana, Josep (2017:11) El siglo de la Revolución. Una Historia del Mundo desde 1914- Crítica.

jueves, 20 de abril de 2017

Pelea de gallos

En estos días estamos asistiendo a una pelea de “machitos” para demostrar al mundo quién la tiene más grande. Me refiero claro a las bombas. Y no puedo reprimir una enorme tristeza y, también, vergüenza de pertenecer a la raza humana, que no sólo tropieza una vez, dos, tres veces con la misma piedra, sino que machaconamente se da cabezazos con ella como si no hubiera un mañana.

Que ya entrado el siglo XXI sea el gasto militar uno de los sectores de mayor inversión[1], para el que, además, siempre hay dinero; que las relaciones entre las personas y naciones se centren en “ladrar” más alto el poder militar que se posee; me parece propio del hombre, no ya del hombre de las cavernas, sino del hombre como creación fallida que debe sacrificarse en la cruz de esas convicciones que farisaicamente predica pero no practica.

El hombre, sin duda, es un mono loco. Busca la seguridad y ama los deportes de riesgo. Busca la vida eterna, la inmortalidad, y emplea gran parte de los recursos para matar a sus congéneres. Quiere vivir a base de olvidarse mediante el alcohol, las drogas y la inserción en grupos violentos. Ama los deportes competitivos pero los pervierte para convertirlos en luchas fratricidas en las que no se reconoce en el otro.

El hombre es capaz de realizar lo mejor y lo peor, pero mientras no sepamos ir alumbrando el lado bueno de la humanidad corremos riesgos globales que nos pueden borrar de la faz de la tierra. Necesitamos no volver a tropezar, aprender pronto y ayudar a nacer a un hombre nuevo que sea matriz de una nueva sociedad en la que todos podamos vivir en paz y desarrollar nuestras potencialidades. Potencialidades que se enriquecen mediante una vida compartida y se restringen con el actual individualismo poco empático, egoísta y avaro.

Son necesarios, sin duda, objetivos que sean comunes a la humanidad. ¿Cómo es posible el progreso en la lucha y la disensión? Como mucho damos un paso adelante y dos hacia atrás. Estamos ciegos a los retos que nos plantea la situación mundial actual: calentamiento global, desigualdad, pobreza extrema, mala utilización de los recursos (esencialmente los alimentarios), lucha entre fundamentalismos, etc. Y sin embargo, nos dedicamos a exacerbar más el riesgo con la “pelea de gallos”. No aprendemos, resolvimos la “Gran depresión” con la Segunda Guerra Mundial y parece que hay quién no encuentra otro modo y, además, quiere mantener su poder recurriendo a las mismas atrocidades y haciéndonos creer que no hay alternativa. Está claro, que no es lo mismo predicar que dar trigo.

¿Quién puede seguir defendiendo las ventajas de la competitividad sobre la cooperación? ¿Quién puede seguir defendiendo el mundo de las patentes con respecto al uso del conocimiento para mejorar las investigaciones y el desarrollo de productos esenciales para el beneficio de todos? ¿Cómo somos capaces de dejar morir a millones de personas por no perjudicar el beneficio de las grandes empresas? ¿Cómo podemos vivir en una sociedad centrada en el empleo y no atajamos el desempleo? ¿Cómo podemos dedicar el dinero a la especulación que sólo favorece a los que más tienen (el tiburón siempre se come al pez chico) y deja en la miseria a aquellos que más lo necesitan? ¿Cómo podemos proclamar que la democracia es el gobierno de pueblo y dejar las grandes decisiones al poder económico? ¿Cómo podemos defender la vida a base de bombas y más bombas? La madre de las bombas, el  padre de las bombas, la mayor bomba nuclear: si no lo es, parece que buscamos la desaparición del hombre sobre la faz de la tierra.

A pesar de todo lo dicho, y como ha manifestado el economista Juan Torres López considerando él que estamos al borde de la III Guerra Mundial, no es miedo lo que me produce esta “pelea de gallos”, sino una profunda tristeza por la estupidez de la raza humana. Ya dijo Einstein que el universo y la estupidez humana son dos cosas infinitas, aunque de lo primero no estaba seguro.

Olvidamos en el sentido que escribe Victoria Camps que “Queremos ser felices,  pero tenemos que aprender a serlo, básicamente porque vivimos en sociedad y es un disparate aspirar a ser feliz en solitario sin tener en cuenta al resto de las personas con las que hay que convivir.[2]” Por ello “No basta con conocer el bien, hay que desearlo; no basta con conocer el mal, hay que despreciarlo.[3]



[1] Cada día se invierten 4.000 millones de dólares en armas y gastos militares.
[2] CAMPS, VICTORIA (2011-43). El gobierno de las emociones. Herder 2011
[3] Ibídem (2011-13)

miércoles, 12 de abril de 2017

¡Sí! ¡Hay dinero!

Desde esta columna vengo defendiendo que el dinero no es un elemento neutro en el sistema económico. Sin embargo, seguimos imbuidos de la ideología clásica, liberal y neoliberal que entiende el dinero como una mercancía más que puede escasear y está sujeto a la tiranía del mercado. No interesa que podamos percibir la realidad del dinero en nuestro tiempo. “En un sistema financiero sano, podemos permitirnos hacer lo que seamos capaces de hacer”…”No tendría por qué escasear el dinero a la hora de acabar con los grandes azotes de la humanidad: la pobreza, la enfermedad y la desigualdad, ni a la de fomentar la prosperidad y el bienestar de la humanidad, financiar las artes y las actividades culturales o asegurar la estabilidad de los ecosistemas. Los verdaderos déficits que padecemos son, en primera instancia, de aptitudes humanas: las limitaciones de nuestra integridad, imaginación, inteligencia, capacidad de organización e ímpetu, en las esferas individual, social y colectiva. En segundo lugar, los límites físicos de los ecosistemas. Éstas son limitaciones reales[1].” El propio padre de la economía, Adam Smith, declaraba que la riqueza de una nación no se mide por los valores monetarios, sino por su capacidad para producir bienes y servicios.

Sabemos que el sistema bancario privado, mediante los créditos, es el que crea en la actualidad el 95 % del dinero en circulación y el sistema público el 5 % restante, aspecto éste que como se ha comprobado con las últimas crisis tiene sus riesgos. Son el crédito y el gasto público los que promueven y principian la actividad económica. Las empresas cuando inician su actividad se mueven a través de los préstamos bancarios. “De hecho, con muy raras excepciones, ha sido el crédito el que financió a la empresa y al empresario que contrató a esa joven; y probablemente fue un descubierto el que pagó el salario que obtuvo en su primer trabajo [...] su contratación creó actividad económica añadida y generó ingresos con los cuales la persona que la empleó pudo cubrir el descubierto, pagar la deuda y satisfacer su salario.[2]” También el Estado cuando paga a un proveedor o a un funcionario lo que hace es apuntar en las cuentas bancarias de los destinatarios los importes fijados mediante la contratación previa. Para realizar estos gastos no necesita (tengámoslo claro) cobrar impuestos, salvo que no tenga el poder de emitir moneda. El Estado siempre recauda impuestos del dinero que previamente ha sido creado, bien por el sistema financiero privado o por la banca pública.

Cuando se inició la actual crisis los bancos de la Eurozona no estimularon la economía mediante la concesión de créditos. La liquidez desapareció y la economía entró en letargo. Cuando más necesario era el crédito para generar actividad económica, el sistema financiero privado más lo congeló, asistido por la normativa y la regulación efectuada por los políticos conservadores austericidas. Estados Unidos a pesar de sus déficits si insufló dinero en su economía y no cabe duda que los resultados hayan sido muy superiores a los conseguidos por Europa, dónde faltó un estímulo a tiempo del Banco Central Europeo (BCE).

¡Cómo se puede decir que no hay dinero! Cuando la economía mundial actual funciona con la convención  y, en muchos casos, la esclavitud de la deuda (crédito y deuda son las dos caras de la misma moneda) que, principalmente y para resumir, deben los pobres a los ricos. Así en el año 2015 la deuda mundial era 286 % superior al PIB mundial, lo cual indica el nivel de creación de dinero y la inmensidad del crédito generado mediante apuntes y contratos; muy superior a la producción de bienes y servicios anuales. No cabe duda, “en gran medida a que las élites ricas, en connivencia con los entes reguladores y los gobernantes, se han apropiado de nuestros sistemas monetarios y socavado la confianza de la sociedad a fin de dirigir el sistema financiero en función de sus estrechos intereses.[3]” Mi criterio es que no se pone remedio inmediato a la situación actual porque el sistema de presiones que regula el poder de la sociedad no permite tomar las mejores decisiones para la ciudadanía. Los objetivos de déficit presupuestario, deuda pública e inflación que tienen atadas a las políticas europeas son sólo excusas, ya que como objetivos no se sostienen al no ser su bondad contrastada por la realidad. Excusas, digo, para mantener soluciones a favor de los que más tienen. Soluciones que propician además futuros halagüeños en sus negocios.

A mi modo de ver las políticas que se han seguido son contrarias a la lógica económica y han dejado muchos muertos por el camino. Ni siquiera Estados Unidos lo hizo bien. Cuando el sector privado ralentiza la economía, y no quepa duda que fue lo que pasó a partir de 2007-2008, el sector público tiene que tirar del carro como nos enseñó Keynes. Pero la mejor manera no es soltar dinero para que entre en el circuito financiero privado y siga haciendo más ricos a los ricos y aumentando la desigualdad, sino poner en marcha muchos recursos ociosos y disminuir al tiempo la desigualdad, objetivo que sí ha demostrado que mejora la actividad económica y se centra en la producción de bienes y servicios necesarios y no de aquellos otros que por conceptuarse de gran lujo solo benefician a unos pocos.

¡Claro que hay dinero! Y debemos grabarlo en nuestras cabezas y decirlo muy alto para que no nos engañen con el soniquete de que no podemos hacer esto o aquello porque no lo hay. ¡Sí! ¡Hay dinero! y cuando es necesario se saca de debajo de las piedras, o con simples tecleos en un ordenador, aunque no sea para evitar muertes y suicidios, para que no se desahucien de sus casas a familias sin ningún techo, para dar de comer a los niños, para cuidar a los enfermos, para educar e instruir a la población, para ayudar a los discapacitados,...



[1] Ann Pettifor (2017). La producción del dinero. Lince. Ebook.
[2] Ibídem.
[3] Ibídem.

viernes, 7 de abril de 2017

¿Por qué hemos salvado a los bancos?

Una de las razones que sustentaron la salvación de los bancos es que eran demasiado grandes para dejarles caer (to big to fail) y por tanto dañarían mucho la economía. Los bancos han fortalecido su impunidad siendo cada vez más grandes, así han llegado de esta forma a ser una bomba de fuerza irresistible y de consecuencias letales  que les ha hecho impunes ante la justicia (too big to jail). Parece ser, además que mientras las empresas gigantescas (entre ellas se incluyen claramente a los bancos convertidos en empresas principales que se distribuyen y reinan por todo el mundo) son tan grandes que no se pueden dejar caer y, claro está, socializan su pérdidas aunque sus ideales sean liberales y defiendan el Estado mínimo; los humildes ciudadanos, sin embargo, tienen que sufrir y cargar con sus propias deudas y además cubrir las de las grandes empresas deficitarias, muchas veces por su propia locura y ambición. A ellos (los ciudadanos) sólo les queda luchar por un salario (cuando se tiene) cada vez menor (race to the bottom). Sin embargo, esta alternativa parece a los dirigentes neoliberales más agradable: reducción de salarios, recortes en los servicios públicos, paro, precariedad, pobreza. Es decir que la mayoría menos pudiente soporte los abusos de la minoría en la cumbre y con muchas posibilidades económicas.

Pero el salvamento a los bancos por muy grandes que sean proviene de un enfoque equivocado: la economía es un fin prioritario a las personas. Sin embargo, es constatable “la paradoja del progreso: aquí, en la tierra de la abundancia, cuanto más ricos y más listos somos, más prescindibles nos volvemos[1]”. Pensemos en una huelga bancaria, posiblemente la ciudadanía buscaría la forma de intercambiar bienes como lo hicieron con tabaco los presos de los campos de concentración. Tratarían de inventarse medios de pago para realizar intercambios de bienes y servicios y el tema se solventaría de una forma u otra. Para muestra un botón. Nos cuenta el autor de Utopía para realistas la diferencia entre una huelga de limpieza en Nueva York y otra de bancos en Irlanda. “Mientras que los neoyorquinos habían visto con desesperación cómo se deterioraba su ciudad hasta parecer un vertedero, los irlandeses se convirtieron en sus propios banqueros. Mientras que Nueva York se asomaba al abismo después de sólo seis días, en Irlanda las cosas seguían funcionando como la seda incluso después de seis meses.” ¿Quién decide a quién salvar y a quién no?

Por experiencia sé que en los hospitales puede ser más dura una huelga de limpieza que cualquier otra, incluso una huelga de los propios médicos. Pero esta sociedad sigue haciendo diferencias entre unos y otros, aumentando la desigualdad, basadas sólo en el poder de quién las decide, aunque no sea quien más las merece. Los bancos no crean nada sólo intermedian y especulan con el dinero de todos para multiplicar sus beneficios y, sin embargo, sus administradores son los grandes beneficiados de la sociedad  por encima de aquellos que realizan las labores más necesarias, más costosas y más desagradables.

El Financial Times informaba no hace mucho, que si la actividad bancaria se restara del PIB en lugar de sumarse, cabría especular que la crisis financiera nunca se habría producido[2]. No obstante, parece significativo que cuanto más necesaria socialmente es una actividad, limpiar, cuidar, enseñar, proteger, menos peso tiene en el PIB; por el contrario, un director ejecutivo que vende temerariamente hipotecas y derivados para embolsarse millones en bonus contribuye más al PIB que toda una escuela repleta de profesores o una  fábrica de coches llena de mecánicos[3]. Además, y viene a cuento, hay evidencias de que el dinero gratis funciona. Y debemos tener en cuenta que la principal razón por la que la gente pobre es pobre es que no tiene suficiente dinero[4]. Lo bueno del dinero es que la gente puede usarlo para comprar las cosas que necesita en lugar de las cosas que quienes proclaman los expertos creen que necesita[5]. Da dinero con el convencimiento de que los verdaderos expertos en las necesidades de los pobres son los propios pobres[6].

Debemos tener en cuenta, como ya dije en otra ocasión, los efectos perversos de nuestras políticas y claros los fines perseguimos con ellas, ya que incluso “si se considera que lo más importante es restablecer la actividad económica, entonces el rescate bancario… ¡es la manera menos eficaz de lograrlo![7]” Por lo que no me cabe la menor duda de que lo prudente, si se quería reactivar la economía y evitar los daños infligidos a la ciudadanía, era repartir las inmensas sumas dinerarias dadas a los bancos entre los ciudadanos y las empresas, ya que “la mejor política doméstica es la de buscar el pleno empleo y la estabilidad de precios, no la de perseguir déficits públicos o techos de deuda arbitrarios[8]”.
Todavía hoy sigo preguntándome ¿Por qué hemos salvado a los bancos en vez de a las personas?[9]



[1] Rutger Bregman. Utopía para realistas. Salamandra 2017.
[2] Ibídem.
[3] Ibídem.
[4] Ibídem.
[5] Ibídem.
[6] Ibídem.
[7] Keen, Steven (2015:604). La economía desenmascarada. Capitán Swing.
[8] Randall Wray (2015:19). Teoría Monetaria Moderna. Lola books.
[9] Se puede leer también mi artículo: ¿Alimentar a los bancos o a la población? En http://www.nuevatribuna.es/opinion/ernesto-ruiz-ureta/alimentar-bancos-poblacion/20160710085149130009.html

domingo, 2 de abril de 2017

La insensatez del PIB

El Producto Interior Bruto (PIB) se concibió en un período de crisis profunda y proporcionó una respuesta a los grandes desafíos de los años treinta [del anterior siglo]. Para hacer frente a nuestras crisis de desempleo, recesión y cambio climático, también nosotros tendremos que buscar nuevas cifras, nuevos índices. Lo que necesitamos, en definitiva, es un tablero de mandos completo que incluya una serie de indicadores para monitorizar las cosas que hacen que la vida merezca la pena[1].

Es muy evidente de que no todo lo que aumenta el PIB aumenta el Bienestar. Accidentes de tráfico, guerras, aparatos con ciclo de vida corta, etc., pueden aumentar el PIB pero no el bienestar de las personas. Hay que tener cuidado, entonces, con lo que medimos pues los objetivos pueden ser contrarios a los intereses de los ciudadanos. Debemos considerar que “El mundo nunca se verá tal como es a través de la óptica del mercado. Y no está mal que así sea. Armados con este conocimiento, podemos entrenar otros sentidos para afrontar el mundo de un modo distinto. Lo mismo debe suceder con nuestro enfoque de la economía y de la sociedad. Hemos sido criados para ver sólo el valor monetario de las cosas, y esta lógica nos oprime. Debemos entender que los precios no pueden ser nuestro único indicio para ver las cosas, y sólo cuando hayamos dejado de pensar en estos términos podremos creer que estamos vías de recuperación[2].”

La reverencia que los políticos, economistas, prensa e incluso ciudadanía tienen por los aumentos del PIB, y la importancia que damos a los decrementos en meses sucesivos, no son lógicos en este tiempo. Ya nos decía Amartya Sen (1993), que “A la economía no le conciernen sólo el ingreso y la riqueza, sino también el modo de emplear esos recursos como medios para lograr fines valiosos, entre ellos la promoción y el disfrute de vidas largas y dignas. Pero si el éxito económico de una nación se juzga sólo por su ingreso y por otros indicadores tradicionales de la opulencia y de la salud financiera, como se hace tan a menudo, se deja entonces de lado el importante objetivo de conseguir el bienestar.”

No existe duda de que hay otros indicadores de desarrollo y bienestar que debieran emplearse, “al pensar en la obsesión de las sociedades modernas por el crecimiento económico, sorprende la poca atención que se presta en los debates públicos y los discursos políticos a la cuestión de si un mayor crecimiento económico aumenta realmente el bienestar. Es posible que el hecho de eludirla beneficia a quienes tienen intereses en el sistema dominante: si el crecimiento económico no aumenta el bienestar, no se podrán justificar muchas de las estructuras económicas y políticas del capitalismo desarrollado. Pero, también, puede ser que las personas normales estén interesadas en ignorar la evidencia de los efectos del crecimiento sobre el bienestar. Si la gente tiene la convicción de que unos ingresos mayores la harán más feliz, reaccionará generalmente ante la decepción que sigue al logro de tales ingresos concluyendo que, sencillamente, no ha conseguido suficiente. Se trata de un ciclo sin fin –una esperanza seguida de decepción y de una nueva esperanza-, a no ser que lo rompa algún acontecimiento o una revelación repentina[3].”

Clive Hamilton cree que “incluso en el marco establecido por los valores del mercado que considera a los seres humanos como máquinas de consumo, la obsesión por el crecimiento puede ser empobrecedora. Por un lado, nuestros indicadores de progreso muestran que las cosas han ido a mejor durante décadas; por otro, la mayoría de la gente se queja de que la sociedad se desmorona. Quizá el problema esté en que nuestros índices de progreso son erróneos. Nuestra medida del progreso nacional (crecimiento del PIB) está inseparablemente ligada al sistema de precios. Se supone que una actividad contribuye al bienestar nacional por el mero hecho de que se produce para ser vendida, y sólo en cuanto tal. El rasgo definitorio de la prosperidad es la transacción monetaria.

Esta forma de medir el bienestar nacional omite dos grandes campos: las aportaciones al bienestar realizadas por la familia y el medio social, y las del medio ambiente. Ambos son fundamentales para nuestro bienestar, pero como lo que aportan queda fuera del mercado, simplemente no cuentan. El trabajo llamado reproductivo; aquel que realizan los miembros de la familia en el seno del hogar, en beneficio de la propia familia, o los trabajos realizados por la propia comunidad vecinal, local o nacional de forma voluntaria o forzada, o los trabajos de autoconsumo, al no existir remuneración monetaria, no se cuentan como empleo ni como producto, sin embargo muchos de ellos resultan esenciales para la reproducción de la fuerza de trabajo y de las relaciones sociales. Son, incluso, soporte indispensable del trabajo productivo. En los últimos tiempos, no obstante, se ha recuperado el debate sobre el trabajo de cuidados al que se considera imprescindible para la reproducción social y el bienestar cotidiano de las personas. Trabajo que aún sigue siendo responsabilidad casi exclusiva de las mujeres y no se tiene en cuenta en las medidas del producto habituales[4].

Las aportaciones al bienestar social del medio ambiente no son discutibles, pero éste soporta la voracidad del crecimiento continuo y su deterioro y en forma de externalidades afecta negativamente a la población. No podemos separar las calamidades como la delincuencia, el abuso de drogas y el suicidio juvenil de los cambios sociales producidos por la economía de mercado. El desempleo, el exceso de horas de trabajo y las expectativas generalizadas que la satisfacción deriva de las adquisiciones materiales son productos del sistema de mercado y tienen efectos profundos sobre nuestro bienestar. La imposibilidad de establecer una relación estrecha entre el crecimiento económico y el aumento de bienestar, al menos por encima de cierto umbral, indica que la búsqueda del crecimiento se produce a expensas de cosas que aumentan realmente el bienestar de las personas.

Esto ha llevado a algunos a ampliar el análisis de las causas determinantes del bienestar e intentar elaborar alternativas contables al PIB como medida del progreso nacional. Una de esas alternativas es el Indicador de Progreso Genuino (IPG), conocido también como Índice de Bienestar Económico Sostenible (IBES). Utilizando métodos económicos ya establecidos, el IPG combina un conjunto de factores que influyen en el bienestar y los reúne en un solo índice directamente comparable con el PIB a lo largo del tiempo. Aunque este indicador alternativa presenta algunas dificultades conceptuales de medición, su elaboración revela gráficamente las notorias insuficiencias del PIB como medida de progreso nacional.

En aras al crecimiento esencia del PIB nos podemos finalmente obsesionar con la productividad, pero “La productividad es para los robots. Lo que los humanos hacen bien es perder el tiempo, experimentar, jugar, crear y explorar.[5]




[1] Rutger Bregman. Utopía para realistas. Salamandra 2017. Edición ebook.
[2] Patel, Raj (2010:107): Cuando nada vale nada.
[3] Hamilton, Clive (2006:43)
[4] Patel, Raj (2010:77) nos dice: La reproducción de los trabajadores exige más que el simple nacimiento de bebés: hay un complejo proceso de crianza, alimentación, vestido, vivienda, educación, socialización y disciplina, y en estos costes radica tal vez una de las mayores explotaciones a escala mundial: el lugar del trabajo doméstico de las mujeres. El trabajo diario de criar a los hijos, mantener un hogar y realizar trabajo comunitario (esos eslabones impagados de la cadena laboral que las feministas han dado en llamar la triple carga de las mujeres) sigue sin ser valorado a escala mundial.
[5] Kevin Kelly, The Post Productive Economy. The Technium 2013.

Los humanos No somos tan inteligentes

En un mundo en el que la información circula a velocidades siderales, en el que el conocimiento del medio es cada día mejor, sorprende que...