sábado, 26 de septiembre de 2015

La competencia feroz motor de la economía capitalista

El caso Volkswagen es una muestra más del funcionamiento de la economía capitalista desbridada, dejada a su libertad en una lucha sin cuartel por incrementar cuota de mercado, para vender humo, en este caso, contaminado, eso sí, ante el deseo de evitarlo, generado en el cliente. Hay que reconocer estos sucesos como normales cuando el último objetivo es el beneficio y cuando de la buena marcha de las empresas dependen las retribuciones de los directivos, lo que lleva a buscar novedades hasta debajo de las piedras. Y a pesar de la importancia que debe tener la imagen de la empresa para su cotización en bolsa y una buena representación en la mente de los clientes, algunos directivos son capaces de inventarse dobles contabilidades, motores que reducen la emisión de humos contaminantes que lo que hacen es emitir muchos más e incluso beneficios ficticios para una decoración atractiva de la empresa.

El capitalismo está basado en la competencia despiadada por el beneficio y el posicionamiento en el mercado. De ahí la preponderancia de la actividad financiera que permite la consecución de pingües beneficios en menos tiempo y sin esfuerzo. Tampoco nos ha de extrañar en este contexto económico la apreciación de David Harvey: “es estúpido tratar de entender el mundo del capital sin tener en cuenta los cárteles de la droga, los traficantes de armas y las diversas mafias y otras formas criminales de organización que desempeñan un papel tan significativo en el comercio mundial[1]”. Igualmente no se pueden olvidar, en el sistema capitalista, las prácticas depredadoras reconocibles en el mercado inmobiliario mundial, en los productos financieros titulizados, en el blanqueo de dinero, en las repetidas pirámides de Ponzi y en una interminable lista de casos que nos asaltan a diario ofreciéndonos carta de normalidad.

Parece que como decía Marx los espíritus animales acechan y tientan al hombre en un mundo capitalista  en un in crescendo sin fin. Galbraith lo confirmaba y registraba la mala fe y la corrupción en la economía del libre mercado. En relación con la crisis de 1929, observó que su ritmo se aceleró no sólo en el boom sino también después del crac. Lo mismo podemos constatar en la crisis actual iniciada a finales del 2007; no sólo el mundo de los negocios estaba enfermo y corrupto durante los años de vacas gordas sino que, también, han seguido creciendo las malas artes en los momentos de vacas flacas. Eso sí vacas flacas sufridas por la mayoría de los ciudadanos, ya que las élites económicas podían seguir mejorando su cuenta bancaria y se quedaban con toda la leche del mercado.

Es un problema grave la lucha feroz por el pastel generado por la sociedad. La sociedad se convierte en una lucha de niños, sin reglas, a la puerta de un colegio. Promovemos así una sociedad infantilizada en la que la única regla garantizada tiene que ver con los números que se poseen en la cuenta bancaria. El trabajo de la sociedad se cristaliza en el dinero por lo que “el dinero es un depósito de poder social, su acumulación y centralización por un conjunto de individuos resulta decisiva, tanto para la construcción social de la codicia personal como para la formación de un poder de clase capitalista más o menos coherente[2]”. Así nuestra vida se convierte en una partida de póker en la que muchas veces gana el más tramposo y se queda con casi todo.

Grandes economistas, entre ellos premios nobel, tienen claro la relación entre las crisis y la corrupción: “Cada una de las tres últimas recesiones económicas de Estados Unidos (la de julio de 1990 a marzo 1991, la de marzo a noviembre de 2001 y la que comenzó en diciembre de 2007) estuvieron relacionadas con escándalos de corrupción, que fueron muy importantes en el momento de determinar su gravedad[3]”. La corrupción anida en el sistema económico de libre mercado, el poder que otorga el dinero no sólo estimula la innovación sino también la codicia, la especulación, la corrupción y el individualismo que pretende ser el motor de la sociedad y que muy a menudo se convierte en un motor trucado. El pago de estos desajustes, sin embargo, siempre recae en la mayoría social, en aquellos que aportan el trabajo social en forma de bienes necesarios e imprescindibles para la vida. ¡Claro las élites económicas deben mantener la acumulación de capital para que la máquina del capitalismo siga funcionando! ¡La desposesión de la mayoría social tiene que seguir su marcha, si no el mundo se para!

La competitividad, el individualismo y el dinero como valor máximo al que debemos adorar y perseguir para lograr el cielo en esta vida, no parecen una fórmula eficaz. Mejorarán nuestras tecnologías orientadas a un mayor lucro pero no a una vida mejor. Revolucionará nuestras vidas generando inventos que nos atraparán y nublarán nuestra conciencia, en vez de despertarla. Sin embargo, no nos llevarán a una vida mejor mientras no cambiemos los ídolos que veneramos. El hombre vive y se hace conforme la orientación que se da a sí mismo al perseguir unos valores u otros. Incentivar los espíritus animales bien sea fomentando la agresividad o el espíritu de rebaño, sólo mantendrá su estado al nivel de lo que decía Thomas Hobbes “homo homini lupus” (el hombre es un lobo para el hombre).



[1] Harvey, David (2014:65). Diecisiete contradicciones y el fin del capitalismo. Traficantes de sueños.
[2] Ibídem (2014:66).
[3] Akerlof y Shiller (2009:60). Animal Spirits. Gestión 2000, Planeta.

domingo, 20 de septiembre de 2015

Las élites abusivas y la prosperidad de las naciones

Un de las conclusiones más evidentes en el análisis económico es que en el mundo los países que fracasan están dirigidos por élites abusivas y corruptas que extraen del resto de la ciudadanía recursos para utilizarlos en una vida de lujo, poder y dispendio. Daron Acemoglu y James A. Robinson en su libro Por qué fracasan los países, dan ejemplos suficientes y abrumadores en defensa de esta aseveración. Así nos dicen por ejemplo que  “Egipto (y no sólo Egipto) es pobre precisamente porque ha sido gobernado por una reducida élite que ha organizado la sociedad en beneficio propio a costa de la mayor parte de la población [y...] Otros como Gran Bretaña y Estados Unidos, se hicieron ricos porque sus ciudadanos derrocaron a las élites que controlaban el poder y crearon una sociedad en la que los derechos políticos estaban mucho más repartidos y en la que la gran mayoría de la población podía aprovechar las oportunidades económicas[1]”.

En retrospectiva histórica examinan igualmente lo que ocurrió “A lo largo y ancho del mundo colonial español en América, [en el que] aparecieron instituciones y estructuras sociales parecidas. Tras una fase inicial de codicia y saqueo de oro y plata, los españoles crearon una red de instituciones destinadas a explotar a los pueblos indígenas. El conjunto formado por encomienda, mita, repartimiento y trajín tenía como objetivo obligar a los pueblos indígenas a tener un nivel de vida de subsistencia y extraer así toda la renta restante para los españoles. Esto se logró expropiando su tierra, obligándolos a trabajar, ofreciendo sueldos bajos por el trabajo, imponiendo impuestos elevados y cobrando precios altos por productos que ni siquiera se compraban voluntariamente. A pesar de que estas instituciones generaban mucha riqueza para la Corona española e hicieron muy ricos a los conquistadores y a sus descendientes, también convirtieron América Latina en uno de los continente más desiguales del mundo y socavaron gran parte de su potencial económico[2]”.

Dentro de los modelos económicos actuales que estudian la competitividad entre las naciones es famoso y muy estimado el confeccionado por El World Economic Forum. El modelo se basa  en los 12 pilares de la competitividad, doce factores que determinan el nivel competitivo de los países y se encaminan por la misma senda sugerida por los autores mencionados anteriormente. La consecución de los mismos tiene en cuenta que las distintas economías se encuentran en etapas diferentes de desarrollo y a medida que los países avanzan y mejoran, los salarios tienden a aumentar y, con el fin de mantener este mayor ingreso, la productividad laboral debe, no sólo mantenerse, sino mejorar.

Por ello dentro del modelo se establecen en una serie de etapas progresivas. En la primera etapa de desarrollo, la economía de un país es impulsada a base de una serie de factores como la mano de obra no cualificada y sobre todo los recursos naturales. En esta etapa las economías son impulsadas por factores: instituciones, salud y educación primaria, entorno macroeconómico e infraestructura. En la siguiente etapa el impulso viene  de la eficiencia, se deben desarrollar los procesos de producción de forma más eficiente y con productos de mayor calidad debido al aumento de los salarios y al mantenimiento de los precios. En este punto, la competitividad está cada vez más influenciada por lo que se llama potenciadores de la eficiencia: la educación superior y la formación, eficiencias en el mercado de productos, eficiencia del mercado de trabajo, desarrollo del mercado financiero, preparación tecnológica, tamaño del mercado. La tercera y última etapa está impulsada por la innovación, los salarios han subido ya tanto que son capaces de mantenerse altos así como de permitir un nivel de vida alto siempre que sus empresas sean capaces de competir con productos nuevos y únicos. En esta etapa, las empresas deben competir por medio de la producción de bienes nuevos y diferentes con procesos de producción más sofisticados y por medio de la innovación. Los factores a tener en cuenta son: sofisticación empresarial e  innovación.

Acemoglu y Robinson afirmaban, por tanto, que la prosperidad de un país básicamente está relacionada con la política económica que sigan. Estas políticas pueden ser extractivas o inclusivas.  “Para ser inclusivas, las instituciones económicas deben ofrecer seguridad de la propiedad privada, un sistema jurídico imparcial y servicios públicos que proporcionen igualdad de condiciones en los que las personas puedan realizar intercambios y firmar contratos; además de permitir la entrada de nuevas empresas y dejar que cada persona elija la profesión a la que se quiere dedicar [...] Las instituciones económicas inclusivas fomentan la actividad económica, el aumento de la productividad y la prosperidad económica[3]”.

Estimo que tanto la propiedad privada como la competitividad a ultranza hay que ponerlas en cuarentena y estimarlas en su justa medida ya que sus efectos pueden ser perversos. Debemos preguntarnos si ¿la institución de la propiedad privada como valor prioritario ayuda en todos los casos a formar sociedades inclusivas? Si ¿la competitividad no supone vencedores y perdedores a veces injustamente? Tanto la propiedad privada como la competitividad, creo que no pueden ser valores absolutos. Hay valores que la sociedad tiene que poner por encima, siendo el supremo el de la vida de los ciudadanos. Por ello “Las instituciones económicas inclusivas implican la existencia de derechos de propiedad seguros y oportunidades económicas no solamente para la élite, sino también para la mayor parte de la sociedad[4]”. En caso contrario no podrá mantenerse la estabilidad social por mucho tiempo.

Siendo evidente que “Las instituciones políticas extractivas concentran el poder en manos de una élite reducida y fijan pocos límites al ejercicio de su poder. [Y que] Las instituciones económicas a menudo están estructuradas por esta élite para extraer recursos del resto de la sociedad[5]”, no parece oportuno seguir por derroteros que han causado graves daños a distintas poblaciones de distintos continentes, especialmente en África, América y Asia. Hay que tener en cuenta que actualmente las élites extractivas se han globalizado.

La democracia, la igualdad de oportunidades y el empoderamiento de todos los ciudadanos tienen una importancia esencial en la prosperidad de los países y en cualquier sistema económico. Sin embargo, las sociedades extractivas que tienen instituciones con ausencia de imparcialidad los hacen fracasar. Debemos preguntarnos, en consecuencia, ¿qué es lo que hacemos en Europa y especialmente en España y sus comunidades? Ya que la desigualdad sigue incrementándose, la corrupción es el pan nuestro de cada día y el poder de las élites sigue cada vez más blindado. O ¿Es que queremos implantar el sistema de los conquistadores en nuestra España de hoy en día?



[1] Acemoglu y Robinson (2014:18). Por qué fracasan los países. Editorial Deusto 7ª Edición.
[2] Ibídem (2014:33).
[3] Ibídem (2014:96).
[4] Ibídem (2014:97).
[5] Ibídem (2014:103).

lunes, 14 de septiembre de 2015

¿Puede la tecnología ser un problema?

Esperamos de la tecnología y de la innovación que nos salve de los problemas a los que nos enfrentamos y nos vemos abocados en este mundo. Algunos piensan que los problemas ecológicos, los problemas del calentamiento global pueden, o no, ser importantes pero en todo caso serán resueltos por futuros inventos y descubrimientos que la competición egoísta en la que vivimos nos procura. Piensan que el mundo puede continuar por los mismos derroteros de producción, consumo, despilfarro y desigualdad. En torno a la destrucción creativa de la que hablaba Schumpeter el capitalismo ha ido dando saltos con la idea de una historia lineal en pos de una mejora continua. Sin embargo en las mejoras tecnológicas pueden estar insertas las semillas de la destrucción del sistema capitalista.

Escribe Varoufakis que las mejoras tecnológicas darán al traste con este sistema de producción y consumo en masa. Y son, sin embargo, los trabajadores en lucha por sus derechos los que mantienen el sistema con vida: “Lo extraño de esta historia es que el fracaso de las empresas para vencer la resistencia de sus trabajadores y para convertirles en dóciles androides es lo que salva las sociedades de mercado. ¿Por qué? Porque, si lo consiguieran, los valores de cambio, los precios y los beneficios de las empresas se anularían, destruyendo la base de las sociedades de mercado: el beneficio[1]”. Hay que considerar que “cuanto más éxito tienen las grandes empresas al sustituir a los trabajadores por máquinas y cuanto más mecánico es el trabajo humano, menor es el valor de los productos fabricados por nuestra sociedad y menores son los beneficios de la empresas[2]”, el valor de los productos al mejorar la tecnología tiende a cero.

Los parones en las mejoras tecnológicas, como se ha demostrado en las sucesivas crisis generadas por esta economía de casino, también producen desfases que adelantan la misma visión, ya que para mantener la competitividad de las empresas se requiere una mano de obra barata y flexible. Pero es verdad que las crisis en ocasiones se han mostrado como aliados providenciales que han conseguido ralentizar la obsesión por la dinámica creativa del capitalismo que nos abocará a un final en la que los trabajadores serán menos necesarios y su salario cada vez más indecente.

El objetivo perseguido por el capital es el beneficio, por eso su propósito girará siempre alrededor de la productividad, la eficiencia y la tasa de beneficio y por ello buscará líneas de producción que les resulten cada vez más rentables. Pero el capital muestra su preferencia por el monopolio más que por la competitividad. Si hay algo que el capital aprecia más que la competitividad es el monopolio. Y el monopolio explota las ganancias sin necesidad de invertir, o invirtiendo sólo lo necesario, en nuevas tecnologías. Este hecho junto con la lucha de los trabajadores por sus derechos y por un salario digno, consigue retrasar la decadencia de un sistema que lleva en sus entrañas su propio fin.

Sin embargo, en esta carrera implacable y a veces cruel, no todos los países van marchando al mismo paso y las diferencias son aprovechadas por las empresas transnacionales que van creando monopolios y aprovechan sus ventajas competitivas tecnológicas, creadas por sus invenciones petrificadas o por facilidades de los gobiernos, para aprovechar su necesidad extractiva a base de aquellos trabajadores que no tienen alternativa y trabajan por un salario indigno que a veces no llega ni para mantenerse en pie. Así los países punteros envían a sus empresas a una nueva colonización global del mundo, aprovechando la mano de obra barata e impuestos a la baja en aquellos países que se suben al tren del mercado libre.

Las tecnologías de la comunicación y los contenidos que trasladan son factores dominantes en la sociedad del conocimiento. Se utilizan tanto para aumentar el conocimiento de los ciudadanos como para manipular, crear un sector financiero monstruoso o especular con la vida de las personas. La comunicación hoy en día es un gran poder, ya que, como nos dice Castell[3], el poder depende del control de la comunicación, al igual que el contrapoder depende de romper dicho control y, siendo así, debemos ser conscientes de que la forma esencial de poder está en la capacidad para modelar la mente. El poder, es definido, como la capacidad relacional que permite a un actor social influir de forma asimétrica en las decisiones de otros actores sociales de modo que se favorezcan la voluntad, los intereses y los valores del actor que tiene el poder.

Los gigantes tecnológicos van por delante en la carrera de la economía y además de ser implacables en el mundo financiero torean y dominan a las Haciendas de los países que buscan mejorar su economía a base de empobrecer al vecino. Estos gigantes no sólo pagan los tipos más bajos sino que tienen grandes bonificaciones y regímenes especiales. Así se va cerrando el círculo tecnológico que nos envuelve y aprisiona.

No hay nada más fácil en esta lucha desigual que un Gobierno se ponga en manos de las grandes multinacionales que manejan el electorado e invierten en tu país, eso sí, dejando tras su marcha la tierra quemada y a veces baldía. En España ya hace más de cuatro años que venimos transitando este camino. Las grandes empresas en este año tributarán al 28 % tras la reducción de un 2 % y en los Presupuestos Generales del Estado para 2016 verán nuevamente reducida hasta el 25 %, otro 3 %. La reducción del impuesto de sociedades en nuestro país se encogió un 6 % en el último ejercicio del que se disponen datos (2013) y, desde el 2007, los ingresos por este tributo han caído un 60 %[4]. El tipo que se aplica a las grandes empresas no es más que un 6 % lo que dice mucho sobre la carrera en la que participamos, en qué círculo virtuoso estamos y quién está soportando la crisis en nuestro país.



[1] Varoufakis, Yanis (2015:97) .Economía sin corbata. Editorial Planeta S.A.
[2] Ibídem (2015:96)
[3] Ver: Castell, Manuel. Comunicación y poder. Alianza Editorial S.A. 2009.
[4] Ver sobre el tema el dossier Elusión y fraude fiscal en Revista Alternativas Económicas núm. 28 de septiembre 2015.

martes, 8 de septiembre de 2015

Peligros de la globalización

Muchos son los peligros que nos acechan con la globalización actual en la que reinan el libre mercado, el movimiento sin cortapisas de los capitales y los valores hipócritas del sistema neoliberal que sólo quiere Estado cuando los intereses de la clase pudiente se sienten amenazados. La desigualdad que se está provocando entraña enormes riesgos para las personas y tensiones entre los pueblos. La austeridad como medicina se aplica en momentos que no advierten las amenazas del cambio climático. Se disminuye el sector público cuando más se necesita ante los sucesivos desastres que se vienen dando y los que se avecinan. Sin embargo, se subvenciona a las empresas aumentando sus beneficios y las desigualdades y se olvida que son aquellas empresas y países que más están contribuyendo al calentamiento global las que deberían compensar a los demás por el abuso en la utilización de recursos finitos y no renovables.

Globalización, mano de obra barata y energía sucia van de la mano y contribuyen a extender por el mundo emisiones que afectan al cambio climático, especialmente por el incremento del transporte y consumo de petróleo  que suponen. Como constata Naomi Klein existe una estrecha correlación entre los salarios bajos y las emisiones elevadas, entre la búsqueda de mano de obra barata y disciplinada y el crecimiento de las emisiones de CO2. Se pregunta “¿Cómo no iba a haberla? La misma lógica por la que se supone que es “bueno” exprimir hasta la última gota de sudor de los operarios a cambio de un sueldo diario de calderilla es la que justifica quemar montañas enteras de carbón sucio sin gastarse prácticamente nada en controles anticontaminación, porque, a fin de cuentas es la manera más barata de producir[1]”. ¡Es la búsqueda del beneficio idiota!

Por contra, los mercados locales regulan su producción automáticamente de forma homeostática y en relación a la priorización de las necesidades de consumo de sus habitantes. Hemos de recordar que los mercados mundiales requieren un uso extensivo de la mano de obra y de la tecnología para una producción cada vez más voluminosa que permita grandes beneficios con poco margen. Es decir el mercado local se autorregula y pone el acento en la calidad de los productos y el mercado global, además de generar necesidades artificialmente, pone el acento en la cantidad y en el precio competitivo de los productos que en un mercado cada vez más amplio tenderá a cero como los costes, los salarios y la marca de los 100 metros lisos.

La lógica del crecimiento ilimitado va en el ADN de la globalización actual y del sistema capitalista tal y como lo conocemos. Hasta el punto de que “el hecho de que el clima de la Tierra cambie hasta extremos caóticos y desastrosos es más fácil de aceptar que la idea de transformar la lógica fundamental del capitalismo, fundado sobre el crecimiento y el ánimo de lucro[2]”. Incentivando en consecuencia el uso del crédito y la  generación de deuda que tiende a ser insostenible para seguir echando leña en la máquina del sistema. Sin embargo, no deberíamos olvidar lo que nos decía el difunto economista Kenneth Boulding, “para creer que la economía puede crecer indefinidamente en un sistema finito hay que ser un loco o un economista[3]”.

El capitalismo actual es el máximo enemigo para la consecución de un mundo mejor y más seguro. En un mundo competitivo y global esto de la crisis es un gran invento de los ricos, de las élites poderosas que dominan el sistema. Es la mejor manera de que los pobres transfieran sus escasos recursos a los que más tienen y quieren mucho más. Por ello, como también nos dice Naomi Klein “cuando los negacionistas climáticos afirman que el calentamiento global es una conspiración dirigida a redistribuir la riqueza, no los están haciendo (solamente) porque sean unos paranoicos, sino que lo dicen también porque están prestando atención[4]”. De momento ellos están sacando una inmensa porción de la tarta. Un ejemplo, la empresa petrolera estadounidense ExxonMobil batió el record de beneficios en el año 2012: 45.000 millones de dólares, descargando el coste de limpiar lo que ensucia sobre los bolsillos y la salud de las personas y contribuyendo sin desmayo al cambio climático.

Es muy fácil de comprender la extracción que los ricos están llevando sobre las personas menos favorecidas. La famosa prima de riesgo ha subido de forma alarmante en los países con riesgo de impago y ¿a quién favorece?; a los ricos que cobran más intereses sobre sus créditos y aumentan su riqueza sin mover un pelo. Sin embargo, estos mismos países imponen políticas de austeridad a sus ciudadanos y a quién perjudica es a todos aquellos que menos tienen y se ven privados de servicios básicos y vitales.

Las élites, las corporaciones transnacionales y los países poderosos no pueden imponer la globalización para mantener sus privilegios e intereses. La globalización neoliberal no puede pisotear los Derechos Humanos y poner en riesgo la vida de millones de personas. Se deben tomar medidas, aplicando el principio de prudencia “Para combatir el cambio climático, tenemos la necesidad real de iniciar una “relocalización” de nuestras economías, y de reflexionar sobre qué estamos comprando y cómo lo estamos haciendo, y sobre cómo se produce lo que compramos. Pero la regla más básica del actual derechos mercantil internacional es que no se puede favorecer lo local o nacional sobre lo global o foráneo. Y ¿cómo podemos siquiera abordar la idea de la necesidad de incentivar las economías locales vinculando las políticas de creación de empleos verdes locales con las de fomento de las energías limpias cuando eso está simplemente prohibido por la política comercial? [...] Si no tenemos en cuenta cómo está estructurada hoy la economía, nunca llegaremos realmente a la verdadera raíz del problema[5]”. En globalización como en muchas otras cosas de la vida primum non nocere.



[1] Naomi (2015:110): Esto lo cambia todo; el capitalismo contra el clima. Paidós.
[2] Ibídem (2015:119).
[3] George, Susan (2010: 9) Sus crisis, nuestras soluciones. Editorial Icaria S.A. 2ª Edición, julio.
[4] Naomi (2015:124): Esto lo cambia todo; el capitalismo contra el clima. Paidós.
[5] Entrevista a Solomon, 27 agosto 2013 citada por Klein, Naomi (2015:115): Esto lo cambia todo; el capitalismo contra el clima. Paidós.

martes, 1 de septiembre de 2015

En el vientre de Matrix o en las fronteras de Europa

Varoufakis utiliza en su último libro “Economía sin corbata[1]” a la película Matrix como analogía de lo que nos sucede, para representar cómo vivimos apresados por una ideología que nos vende el mejor de los mundos posibles, que se considera la única alternativa de nuestras sociedades,  preconizando, incluso, el fin de la historia al no poder el sistema albergar más perfección; pero que en realidad nos atrapa en un mar de engaños que  mantiene nuestras mentes hechizadas y prisioneras en un mundo irreal, un mundo virtual que nos apresa en una telaraña bien tejida por los poderosos.

Así, la amarga verdad de lo que está sucediendo, nos dice Varoufakis, es que los seres humanos hemos acabado siendo los esclavos de las máquinas que inventamos para que nos sirvieran; que, en lugar de que los mercados no sirvan a nosotros los humanos, hemos acabado siendo nosotros no sólo sus sirvientes, sino también los esclavos de unos mercados impersonales e inhumanos; que hemos construido nuestras sociedades de manera que algunos, muchos, nos recuerdan al Fausto sin Mefistófeles, y otros no pocos al doctor Frankestein, que creó monstruos que amenazaban su vida; que corremos a adquirir cosas que en realidad ni queremos ni necesitamos, tan sólo porque el Matrix del marketing y de la publicidad ha conseguido representarlas en nuestra mente; que nos comportamos como virus idiotas que matan al organismo, el planeta, en el que viven; que nuestras sociedades no solamente son injustas, sino también tremendamente ineficaces por cómo malgastan nuestras posibilidades de producir riqueza real; y, finalmente, que los que se enfrentan a esta verdad, y lo dicen, son castigados de manera despiadada por una sociedad que no soporta encararse a sí misma, en el espejo de la lógica y del pensamiento crítico.

No puedo por menos que coincidir en el análisis de Varoufakis y constatar, además, que la búsqueda codiciosa del beneficio también nos moldea con unos valores que no son propios de un ser social y empático y sí de un ser codicioso, insensible y cruel. Seguramente estaríamos mayoritariamente de acuerdo en convenir que la vida es el bien más preciado. Por ello, no deberíamos escuchar cantos de sirena. ¡Que no nos cuenten cuentos! Ya que para los ricos, para los que tienen el poder, la vida de los demás, salvo la de los más cercanos, no es lo más importante (el dinero y el beneficio son sus únicos dioses). Sin embargo, a muchos nos duele la crueldad de la que podemos ser capaces cuando dejamos morir a 71 personas en un camión asfixiados. Personas que por huir de la guerra y por querer sobrevivir se les explota y se juega con su esperanza de un mundo mejor y más justo, hacinándoles como troncos en una caja de camión insuficiente. No sé si la empatía en este mundo sigue creciendo como así afirmaba Jeremy Rifkin, lo que sí sé es que si lo hace es muy lentamente y dando saltos hacia atrás de vez en cuando. La cruda y dura realidad nos lo demuestra sin cesar cebándose con los más desfavorecidos y haciendo crecer en los demás la náusea.

Escribe Naomi Klein que cada nuevo desastre parece inspirar menos horror y que los analistas hablan en los medias de “fatiga de la compasión”, como si la empatía (y no los combustibles fósiles) fuera el recurso verdaderamente finito. Esta debe ser la razón por la que dejamos a Europa poner vallas a la esperanza de otros seres humanos y hacer de nuestras fronteras verdaderos cementerios, sin importar la muerte y la desgracia de miles de inmigrantes. Creo que no peco de pesimista, soy una persona optimista (es verdad que el optimismo ayuda a veces a tapar las miserias de la realidad) que aguanta las adversidades y que se enfrenta a los fuertes derechazos que te da la vida de una forma pragmática, lo que en psicología se expresa con el término de resilencia, pero no puedo ocultar mi pesadumbre ante la visión de nuestro mundo actual, visión que me abochorna y llena de ira al pensar que pertenezco al género humano.  Sólo hay que mirar y ver, sin usar anteojeras ideológicas, para que nos demos cuenta de la maldad de nuestra especie cuando nos equivocamos en la selección de los valores que debemos perseguir para mejorar nuestro futuro en convivencia.

Las teorías de la superioridad racial se nos aparecen como fantasmas del pasado, explicando las inconsecuentes medidas o la falta de ellas que los países malamente llamados desarrollados toman respecto a la situación de aquellos ciudadanos de los países pobres o en guerra que anteponen sus vida y la de sus familiares a una muerte segura. Sin embargo, los ciudadanos de los países que dominan la globalización preferimos defender con uñas y dientes un gramo de nuestra comodidad y riqueza fijando así el coste de oportunidad que para nosotros supone una vida humana desesperada.

Yo no quiero esta Europa. Como escribía García Montero en infolibre[2]: un ser humano nunca es ilegal. Pero la perversión del concepto de ciudadano desemboca en leyes de extranjería que tratan a muchos hombres y mujeres como si fuesen seres humanos ilegales. Un pensamiento jurídico progresista es aquel que reduce al máximo las grietas que se pueden producir entre los derechos del ser humano y los derechos del ciudadano. En la Europa reaccionaria que hemos creado, mercantilista, neocolonial, despiadada, gobernada por fieras que tienen el poder sin presentarse a las elecciones y por hienas que sí se presentan y hacen el paripé de tener poder, la distancia abierta entre el ser humano y el concepto de ciudadanía alcanza dimensiones catastróficas.

El sistema neoliberal considera a las personas como máquinas egoístas y codiciosas y sobre esta base construye todo un sistema económico que instala por encima de las personas y sirve para mantener unas élites privilegiadas y al hombre blanco en lo más alto de la pirámide social. Nos mantienen inconscientes en el vientre de Matrix  y olvidamos, y no deberíamos, que el mayor valor es la vida y que todos somos migrantes en ella.



[1] Varoufakis, Yanis .Economía sin corbata. Editorial Planeta S.A. 2015.
[2] García Montero, Luis. Humanos. Artículo publicado en infolibre el 30-8-2015.

Los humanos No somos tan inteligentes

En un mundo en el que la información circula a velocidades siderales, en el que el conocimiento del medio es cada día mejor, sorprende que...