La Democracia con mayúscula está
enfrentada claramente al capitalismo actual, al capitalismo basado en el
fundamentalismo de mercado. Los intereses económicos más absolutos, centrados
exclusivamente en el beneficio van, casi siempre, en sentido contrario a los
intereses de una verdadera Democracia. Un voto hoy vale más o menos según la
riqueza que manejes y el poder que esta riqueza te da. Que el egoísmo y el
interés privado sea la solución a los problemas de la sociedad, parece, sólo,
un lema teñido de engaño; una fórmula que sólo ha demostrado servir a los
intereses de aquellos que defienden el inmovilismo porque
la situación les es muy rentable. La verdadera Democracia, sin embargo, “sólo
es posible sobre la base del fomento de la autonomía y la solidaridad, valores
para los que la racionalidad instrumental, experta en destrezas técnicas y
sociales, es totalmente ciega[1].”
En Democracia una persona debe ser un voto. Los votos no se compran ni se
venden.
Como escribía Polanyi, nada
puede ilustrar mejor la naturaleza utópica de una sociedad de mercado, que las
absurdas condiciones impuestas a la colectividad por la ficción del
trabajo-mercancía. El actual capitalismo requiere una gran flexibilidad de los
recursos que utiliza, entre ellos el hombre es tratado como una mercancía más,
“El acento se pone en la flexibilidad
y se atacan las formas rígidas de la democracia y los males de la rutina ciega.
A los trabajadores se les pide también –con muy poca antelación- que estén
abiertos al cambio, que asuman un riesgo tras otro, que dependan cada vez menos
de los reglamentos y procedimientos formales. Poner el acento en la
flexibilidad cambia el significado mismo del trabajo, y con ello las palabras
que usamos para hablar del trabajo […] ha bloqueado el camino recto de la
carrera, desviando a los empleados, repentinamente, de un tipo de trabajo a
otro […]Es totalmente natural que la flexibilidad cree ansiedad: la gente no
sabe qué le reportaran los riesgos asumidos ni qué caminos seguir […] Tal vez
el aspecto más confuso de la flexibilidad es su impacto en el carácter […] a
saber: el valor ético que atribuimos a nuestros deseos y a nuestras relaciones
con los demás […] El carácter se centra en particular en el aspecto duradero, a
largo plazo, de nuestra experiencia emocional […] El carácter se relaciona
con los rasgos personales que valoramos y por los que queremos ser valorados.”
En el actual capitalismo el trabajo ha cambiado
radicalmente, no hay una carrera predecible, el trabajador no se identifica con
la empresa, ésta es dinámica e imprevisible con reajustes de plantilla y
exigencias de movilidad absoluta. “En la actualidad vivimos en un ámbito
laboral nuevo, de transitoriedad,
innovación y proyectos a corto plazo. Pero en la sociedad occidental, en
la que somos lo que hacemos y el trabajo siempre ha sido considerado un
factor fundamental para la formación del carácter y la constitución de nuestra
identidad, este nuevo escenario laboral, a pesar de propiciar una economía más
dinámica, puede afectarnos profundamente, al atacar las nociones de
permanencia, confianza en los otros, integridad y compromiso, que hacían que
hasta el trabajo más rutinario fuera un elemento organizador fundamental en la
vida de los individuos y, por consiguiente, en su inserción en la comunidad.[2]”
El miedo guarda la viña, dice un antiguo
refrán castellano. Y así el trabajador con su nuevo carácter y cargado de miedo
guarda filas en el ejército de pobres y hambrientos que el capitalismo
depredador mantiene en reserva, esperando por si un nuevo y ansiado empleo le
saca de su situación. Se rebusca y acepta el trabajo como el hambriento saca un
corrusco de pan de cualquier contenedor. Junto a este ejército de reserva, pero
separados incluso por límites físicos y humanos, un pequeño porcentaje de
personas se hacen cada vez más ricas. Así, la desigualdad es el gran problema
de este capitalismo. No es cierto que los intereses privados generen beneficios
para todos. Y la democracia ante la desigualdad se resiente, ya que “no es
democrática una sociedad dirigida por elegidos, por burócratas o por expertos,
que ya han olvidado que cobran toda su legitimidad de servir a los intereses
universalizables de las personas.[3]” Thomas
Piketty en su denso libro[4] de 970 páginas
titulado El capital en el siglo 21, deja diáfana su postura al respecto: “Su tesis es que la desigualdad económica es un efecto
inevitable del capitalismo y que, si no se combate vigorosamente, la
inequidad seguirá aumentando hasta
llegar a niveles que socavan la democracia y la estabilidad económica.”
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