Los que piensan en las bondades del Estado Mínimo y que los mercados se
regulan automáticamente, no tienen en cuenta la disposición humana a la
avaricia y la imperfección del mercado. El mercado perfecto no existe y por
tanto nunca puede funcionar de la forma que procure la producción y
distribución que resulte justa y distributiva para toda la ciudadanía. “La
exposición de los individuos a los caprichos del mercado laboral y de bienes
suscita y promueve la división y no la unidad; premia las actitudes
competitivas, al tiempo que degrada la colaboración y el trabajo en equipo al
rango de estratagemas temporales que deben abandonarse o eliminarse una vez que
se hayan agotado sus beneficios.[1]” Así, no
es sorprendente que “La palabra comunidad,
como modo de referirse a la totalidad de la población que habita en un
territorio soberano del Estado, suena cada vez más vacía de contenido[2].”
El mercado
sin bridas consigue concentrar el poder económico y el poder de dar normas
sociales. Los resultados de esta masiva concentración han sido desastrosos,
como nos muestra la evidencia constatada tanto en los años previos a la gran depresión de 1929 como en los años
previos a la gran recesión de 2007:
pobreza, desigualdad, ruinas, suicidios, cierre de empresas, tensiones entre
naciones, etc. Keynes, gran economista con insuficiente reconocimiento,
recomendó la utilización contracíclica del gasto público, y las economías
vivieron sus mejores años, los denominados treinta gloriosos, que
transcurrieron desde la terminación de la Segunda Guerra Mundial y hasta los
primeros años de la década de los 70 del anterior siglo. No obstante, la contrarrevolución
neoliberal iniciada en la década mencionada volvió a sacralizar la intocable
libertad del mercado con los efectos perniciosos que ya conocemos, aunque a algunos privilegiados les suene muy diferente.
Karl
Polanyi nos advertía ya en 1944 de la “Gran
Transformación” que el mundo había sufrido con ocasión de que el libre mercado
y la economía marquen el paso de nuestras sociedades. “Permitir que el
mecanismo del mercado dirija por su propia cuenta y decida la suerte de los
seres humanos y de su medio natural, e incluso que de hecho decida acerca del
nivel y de la utilización del poder adquisitivo, conduce necesariamente a la
destrucción de la sociedad. Y esto es así porque la pretendida mercancía
denominada «fuerza de trabajo» no puede ser zarandeada, utilizada sin ton ni
son, o incluso ser inutilizada, sin que se vean inevitablemente afectados los
individuos humanos portadores de esta mercancía peculiar […] La naturaleza se
vería reducida a sus elementos, el entorno natural y los paisajes serían
saqueados, los ríos polucionados, la seguridad militar comprometida, el poder
de producir alimentos y materias primas, destruido[3].” Sin
duda un buen análisis.
El
liberalismo económico viene siendo el principio organizador de una sociedad que
tiene al sistema de libre mercado como ídolo sagrado. Sin embargo, no es pueril
señalar que lo que está destruyendo la sociedad, en último término, es el pensamiento único que considera al
mercado una panacea que se autorregula, asignando eficientemente los recursos y
distribuyendo equitativamente la riqueza. La realidad es que el mercado, con su
fiel que se mueve al son de la oferta y la demanda, requiere ejércitos de
personas buscando trabajo para que este sea precario, mal pagado y esclavizado
y de esta forma se consigan beneficios incluso dónde es difícil sacarlos. Pero
como bien decía Polanyi: “Aceptar el hecho de que una semi-indigencia de la
masa de los ciudadanos es el precio a pagar para alcanzar el estado más elevado
de prosperidad puede responder a muy diferentes actitudes humanas.[4]” Ya que
“la economía de mercado implica una sociedad en la que las instituciones se
subordinan a las exigencias del mecanismo del mercado[5].”
“Separar el trabajo de las otras
actividades de la vida y someterlo a las leyes del mercado equivaldría a
aniquilar todas las formas orgánicas de la existencia y a reemplazarlas por un tipo
de organización diferente, atomizada e individual[6].”
Hay economistas que quieren
convencernos de que funciona aquello que reiteradamente hemos visto que provoca
grandes desequilibrios sociales. La Historia de la Humanidad está empedrada de
luchas por una justicia que proteja la dignidad de todos. “La historia de la
humanidad está, en efecto, llena de momentos de lucha por la libertad y la
igualdad, de revueltas contra los opresores y de intentos de construir
sociedades más justas, aplastados por los defensores del orden establecido, que
han sostenido siempre, y siguen haciéndolo hoy, que la sujeción y la
desigualdad son necesarias para asegurar la prosperidad colectiva o incluso que
forman parte del proyecto divino[7].” Para
que no se repita siempre el mismo ciclo, que la rueda de vueltas de opresión
interminables, debemos taparnos lo oídos para no escuchar los cantos de sirena
de aquellos que como el flautista de Hamelin quieren sólo arrimar el ascua a su
sardina.
[1] Bauman,
Zygmunt (2007: 9) Tiempos líquidos, vivir en una época de incertidumbre. Ensayo
Tusquets.
[2] Ibídem
(2007: 9)
[3] Polanyi,
Karl (1989: 129) La Gran Transformación: Crítica del liberalismo económico.
Ediciones La piqueta.
[4] Ibídem
(1989: 198)
[5] Ibídem
(1989: 291)
[6] Ibídem
(1989: 269)
[7] Fontana,
Josep (2017:11) El siglo de la Revolución. Una Historia del Mundo desde 1914-
Crítica.
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