Se dice que en una economía eminentemente
capitalista como la de Estados Unidos la desigualdad es manifiesta, así si
dividimos su riqueza nacional en tres partes, un 33 % iría a parar a las manos
del 99 % de la población, otro 33 % estaría en poder del 9 % de la población, y
el 33 % restante lo poseería el 1 % de la población restante. El capitalismo en
general ha demostrado que es un sistema que cuanto más puro es más
desigualdades ocasiona entre la población. No parece, sin embargo, que exista
ninguna razón ética ni económica para que siga perviviendo. Si el capitalismo
pervive es porque aquella población poderosa que sale beneficiada se constituye
en la principal fuerza defensora del sistema. Pero está demostrando que
mientras muchos tienen que conformarse con migajas otros pueden vivir a “todo tren” con una millonésima parte de
sus recursos, propiciando con el sobrante la especulación y el uso interesado y
desequilibrante de su riqueza, y provocando con la misma una espiral de
desigualdad que cada vez es mayor. Además, debido a que el capitalismo es parásito
del crecimiento incesante, es un peligro que ya ha mostrado la cara para la
conservación del medio ambiente.
Está demostrado, además, que el sector privado,
motor del libre mercado, tiene mucho que ver en las desigualdades y la pobreza.
El sistema económico actual basado en el trabajo precario y esclavo, es especialmente
injusto y cruel cuando no ofrece trabajo a todas las personas y el desempleo sube a porcentajes criminales.
“Según datos de Eurostat, el porcentaje
de personas en situación de pobreza teniendo en cuenta los ingresos que
obtienen del mercado laboral en la UE (27 países) sería del 45 %. Esto es,
prácticamente la mitad de la población sería considerada pobre si únicamente se
tuvieran en cuenta los ingresos de su salario. Sin embargo, considerando los
ingresos por transferencias públicas, solo el 17 % dispondría de unos ingresos
por debajo del umbral de la pobreza[1].”
La evidencia entonces es que el fundamentalismo del mercado hace daño a las
personas y no trata a todo el mundo igual.
Una de las características del sistema económico
imperante, el llamado neoliberalismo, es que no integra en sus costes de
producción privada las externalidades negativas y esto puede tener
consecuencias nefastas. De esta manera seguimos propiciando aquellas
actividades que no sólo fomentan la desigualdad sino que atentan contra nuestra
propia existencia. Seguimos propiciando el automóvil, el transporte y el
consumo de petróleo, subvencionando el consumo de combustibles fósiles por
encima de lo que se subvenciona a las renovables, cuando nuestra dependencia de
las energías fósiles, perjudicial para nuestra economía, es de cerca de un 75 %
y sin embargo tenemos sol casi durante todo el
año. Seguimos, en fin, yendo contracorriente abocándonos a un abismo sin
posibilidad de retorno conducidos por ciegos y sordos pero con un alto nivel de
egoísmo.
En economía se denomina externalidades a los
efectos indirectos generados por el sistema productivo, el consumo o la
inversión. Estas pueden ser positivas y negativas. Las positivas como por
ejemplo la vacunación o la investigación y desarrollo, son actividades que se
deben potenciar porque consiguen beneficios no sólo para quien las realiza,
sino, también y sobre todo para la mayoría. Las negativas, como el uso del
petróleo por motivos contaminantes, se deberían evitar y en caso de ser
imposible esto, al menos, cargar sus costes a aquellas empresas que lo generan.
Estos efectos negativos por lo general no minoran la cuenta de resultados de
las empresas y, así, aumentan sus beneficios a costa de que los ciudadanos a
través del Estado paguen el arreglo de
sus desaguisados. Ejemplos recientes tenemos muchos: sistema financiero,
eléctricas, Castor, autopistas, etc.
Obviamos las externalidades, cuando estas influyen
en un desarrollo inarmónico y desigual y, sin embargo, seguimos empeñados en
considerar en cualquier proyecto parte de los costes los salarios de los
trabajadores. Pero a nivel social, a nivel macroeconómico, estos salarios son
sólo estímulos para consumir productos y servicios desarrollados por las
empresas. En definitiva para aumentar la demanda agregada. El Estado tiene
obligación de subvencionar estos salarios cuando la inversión es necesaria y
prioritaria en el desarrollo de la sociedad. El consumo como la producción
tienen que servir a los objetivos de la humanidad, lo que se consigue cuando el
beneficio es común y, sin embargo, se pierde cuando sólo se consideran los
objetivos de unos pocos.
La dirección tomada por el sistema económico actual
no es la correcta. La socialización de las pérdidas (es decir pagan los que
menos tienen y son menos responsables) y la apropiación de las ganancias
individualmente (es decir se las apropian los que más tienen) no es un sistema
ni ético ni beneficia a la economía. Debiéramos, sin duda, atender y aprender
de las palabras escritas por Victoria Camps; este “mundo
no surgió de la ponderación y el examen sobre lo que se debía hacer para el
bien de todos, sino de la desmesura propiciada por mentes atolondradas y poco
reflexivas.[2]”
No hay comentarios:
Publicar un comentario