Varoufakis utiliza en su último libro “Economía sin corbata[1]” a la película
Matrix como analogía de lo que nos sucede, para representar cómo vivimos
apresados por una ideología que nos vende el mejor de los mundos posibles, que
se considera la única alternativa de nuestras sociedades, preconizando, incluso, el fin de la historia
al no poder el sistema albergar más perfección; pero que en realidad nos atrapa
en un mar de engaños que mantiene
nuestras mentes hechizadas y prisioneras en un mundo irreal, un mundo virtual
que nos apresa en una telaraña bien tejida por los poderosos.
Así, la amarga verdad de lo que está sucediendo, nos
dice Varoufakis, es que los seres humanos hemos acabado siendo los esclavos de
las máquinas que inventamos para que nos sirvieran; que, en lugar de que los
mercados no sirvan a nosotros los humanos, hemos acabado siendo nosotros no
sólo sus sirvientes, sino también los esclavos de unos mercados impersonales e
inhumanos; que hemos construido nuestras sociedades de manera que algunos,
muchos, nos recuerdan al Fausto sin Mefistófeles, y otros no pocos al doctor
Frankestein, que creó monstruos que amenazaban su vida; que corremos a adquirir
cosas que en realidad ni queremos ni necesitamos, tan sólo porque el Matrix del
marketing y de la publicidad ha conseguido representarlas en nuestra mente; que
nos comportamos como virus idiotas que matan al organismo, el planeta, en el
que viven; que nuestras sociedades no solamente son injustas, sino también
tremendamente ineficaces por cómo malgastan nuestras posibilidades de producir
riqueza real; y, finalmente, que los que se enfrentan a esta verdad, y lo
dicen, son castigados de manera despiadada por una sociedad que no soporta
encararse a sí misma, en el espejo de la lógica y del pensamiento crítico.
No puedo por menos que coincidir en el análisis de
Varoufakis y constatar, además, que la búsqueda codiciosa del beneficio también
nos moldea con unos valores que no son propios de un ser social y empático y sí
de un ser codicioso, insensible y cruel. Seguramente estaríamos
mayoritariamente de acuerdo en convenir que la vida es el bien más preciado.
Por ello, no deberíamos escuchar cantos de sirena. ¡Que no nos cuenten cuentos!
Ya que para los ricos, para los que tienen el poder, la vida de los demás,
salvo la de los más cercanos, no es lo más importante (el dinero y el beneficio
son sus únicos dioses). Sin embargo, a muchos nos duele la crueldad de la que
podemos ser capaces cuando dejamos morir a 71 personas en un camión asfixiados.
Personas que por huir de la guerra y por querer sobrevivir se les explota y se
juega con su esperanza de un mundo mejor y más justo, hacinándoles como troncos
en una caja de camión insuficiente. No sé si la empatía en este mundo sigue
creciendo como así afirmaba Jeremy Rifkin, lo que sí sé es que si lo hace es
muy lentamente y dando saltos hacia atrás de vez en cuando. La cruda y dura realidad
nos lo demuestra sin cesar cebándose con los más desfavorecidos y haciendo
crecer en los demás la náusea.
Escribe Naomi Klein que cada nuevo desastre parece
inspirar menos horror y que los analistas hablan en los medias de “fatiga de la
compasión”, como si la empatía (y no los combustibles fósiles) fuera el recurso
verdaderamente finito. Esta debe ser la razón por la que dejamos a Europa poner
vallas a la esperanza de otros seres humanos y hacer de nuestras fronteras
verdaderos cementerios, sin importar la muerte y la desgracia de miles de
inmigrantes. Creo que no peco de pesimista, soy una persona optimista (es
verdad que el optimismo ayuda a veces a tapar las miserias de la realidad) que
aguanta las adversidades y que se enfrenta a los fuertes derechazos que te da
la vida de una forma pragmática, lo que en psicología se expresa con el término
de resilencia, pero no puedo ocultar mi pesadumbre ante la visión de nuestro
mundo actual, visión que me abochorna y llena de ira al pensar que pertenezco
al género humano. Sólo hay que mirar y
ver, sin usar anteojeras ideológicas, para que nos demos cuenta de la maldad de
nuestra especie cuando nos equivocamos en la selección de los valores que debemos
perseguir para mejorar nuestro futuro en convivencia.
Las teorías de la superioridad racial se nos aparecen
como fantasmas del pasado, explicando las inconsecuentes medidas o la falta de
ellas que los países malamente llamados desarrollados toman respecto a la
situación de aquellos ciudadanos de los países pobres o en guerra que anteponen
sus vida y la de sus familiares a una muerte segura. Sin embargo, los ciudadanos
de los países que dominan la globalización preferimos defender con uñas y
dientes un gramo de nuestra comodidad y riqueza fijando así el coste de
oportunidad que para nosotros supone una vida humana desesperada.
Yo no quiero
esta Europa. Como escribía García Montero en infolibre[2]:
un ser humano nunca es ilegal. Pero la perversión del
concepto de ciudadano desemboca en leyes de extranjería que tratan a muchos hombres y mujeres como si
fuesen seres humanos ilegales. Un pensamiento jurídico progresista es aquel que
reduce al máximo las grietas que se pueden producir entre los derechos del ser
humano y los derechos del ciudadano. En la Europa reaccionaria que hemos
creado, mercantilista, neocolonial, despiadada, gobernada por fieras que tienen
el poder sin presentarse a las elecciones y por hienas que sí se presentan y
hacen el paripé de tener poder, la distancia abierta entre el ser humano y el
concepto de ciudadanía alcanza dimensiones catastróficas.
El sistema neoliberal
considera a las personas como máquinas egoístas y codiciosas y sobre esta base
construye todo un sistema económico que instala por encima de las personas y
sirve para mantener unas élites privilegiadas y al hombre blanco en lo más alto
de la pirámide social. Nos mantienen inconscientes en el vientre de Matrix y olvidamos, y no deberíamos, que el mayor
valor es la vida y que todos somos migrantes en ella.
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