La
exportación está empobreciendo al mundo.
Desde los tiempos de los
primeros economistas se ha prestado atención a las ventajas que proporciona el
comercio como factor de desarrollo. “El intercambio comercial permite que los
países se especialicen en aquellas actividades en las que son comparativamente más eficientes, y
proporciona a las empresas la posibilidad de disfrutar en mayor medida de las
ventajas de las economías de escala.[1]”
Hoy en este mundo globalizado se considera que una economía competitiva es aquella en la que sus ventas al exterior de
bienes y servicios ganan peso relativo en el conjunto de las exportaciones
mundiales sin perder, sus productos nacionales, cuota en el mercado interior”. Estos
modelos, llamados export-led, son
auspiciados por nuestro actual gobierno y presumen
imaginando que el crecimiento de la economía viene impulsado por las
exportaciones y, por tanto, que la capacidad de exportar bienes y servicios
estimula la inversión interna y la creación de empleo. Sin embargo, son muchas
las críticas que se han hecho a este modelo y entre ellas, para resumir,
considero contundentes las siguientes:
a) La llamada falacia
de composición. Se considera que a nivel mundial la suma de las
importaciones y las exportaciones, como es obvio, es una suma cero. Por lo que parece claro, que la mejora en la
competitividad de unos países tiene que ir, inexorablemente, en detrimento de
la competitividad de otros.
b) La carrera hacia el mínimo salario (race to the
botton). La lucha competitiva por los recursos a que nos lleva el punto
anterior nos lleva a buscar la competitividad en los costes de la producción y
todos sabemos que el coste más fácil de recortar es el del salario de los
trabajadores. Por ello, lo que tenemos actualmente es una carrera hacia el
salario a coste cero que finalmente perderá el 99 por ciento, o más, de la población.
La
competitividad internacional hace que la economía entre los países sea una
continua lucha por unos mayores índices de exportación y de los recursos
externos, siendo patentes los efectos negativos sobre la naturaleza. Pero en
este sistema está claro que hablamos de vencedores y perdedores y, por tanto,
de un sistema injusto y desigual que vuelve a perder el norte de las personas
como objetivo básico. Un ejemplo claro de esta rivalidad se da en el contexto
europeo que a pesar de su unión política, aplicando las mismas reglas de
austeridad y competitividad, ha hecho aparecer desequilibrios en la eurozona
que potencian los resultados de unos (especialmente Alemania), incrementando
las deudas de otros (Grecia, Irlanda, Portugal, España, etc.). Es otra obviedad
que cuantos más países apliquen la austeridad menores serán las posibilidades
de incrementar las exportaciones netas ya que el PIB común será regresivo.
Por otra parte, “la política
de devaluación interna ha sido justificada desde las instituciones comunitarias
no sólo como instrumento para resolver los desajustes de balanza de pagos,
sino, como la base sobre la que se debía asentar la recuperación del
crecimiento económico. Así, una reducción de los costes laborales unitarios en
aquellas economías con mayores déficits comerciales y con más endeudamiento
externo debería permitir el restablecimiento de su competitividad, de modo que
fuese la demanda externa la que impulsase la recuperación económica. El salario
se convierte de este modo en variable macroeconómica de ajuste con la
pretensión de que favorezca la demanda de exportaciones[2]”.
Quizás el ejemplo
más doloroso del comercio internacional se tenga en el campo de la alimentación,
por la importancia que tiene este sector para la cobertura de las necesidades
básicas de los ciudadanos y en el mantenimiento de la vida misma de la
población mundial. En el último libro de Esther Vivas[3],
El negocio de la comida, se hace un
análisis profundo del sistema agroalimentario y escribe dentro del apartado alimentos viajeros “la comida viaja de
media unos 5.000 kilómetros del campo al plato...generan casi cinco millones de
toneladas de CO2 al año...La globalización alimentaria en su carrera por
obtener el máximo beneficio, deslocaliza la producción de alimentos, como ha
hecho con tantos otros ámbitos de la economía. Produce a gran escala en los
países del Sur, aprovechándose de unas condiciones laborales precarias y una
legislación medioambiental casi inexistente, y vende su mercancía acá a un
precio competitivo. O produce en el Norte, gracias a subvenciones agrarias en
manos de grandes empresas para después comercializar dicha mercancía
subvencionada en la otra punta del planeta, vendiendo por debajo del precio de
coste y haciendo la competencia desleal
al campesinado autóctono.[4]”
Así podemos constatar que “Una hamburguesa puede estar hecha por carne de
10.000 vacas [esta composición nos recuerda a algunos productos financieros que
fueron el origen de la actual crisis] y pasar por cinco países diferentes antes
de llegar al supermercado.[5]”
¡Viva la productividad! Ya no es necesario ir por el camino más recto y corto
para mejorar tiempos y métodos, se pueden dar mil vueltas por nuestro abierto
mundo y, a pesar de todo, seguir teniendo excedentes de producción para
incrementar el botín de unos pocos.
En este contexto de
globalización se podría esperar que el mundo mejore pero lo que verifica la
realidad es lo contrario. En el mundo se producen alimentos que cubrirían las
necesidades de una población muy superior a la actual. Sin embargo, el sistema
imperante que sólo es libre para todo aquello que favorece a los intereses de
las multinacionales y los países más desarrollados consigue esclavizar a
aquellos que son los verdaderos productores y acumular poder y riqueza en manos
de las pocas empresas que dominan el mercado internacional. El acaparamiento
del mercado cada vez por menos empresas disminuye la libertad de las personas a
la hora de elegir lo que realmente quiere y le es beneficioso. Las empresas,
como nos dice Esther Vivas, deciden lo que se tiene que producir, lo que se
tiene que distribuir y lo que en último término se come, sea beneficioso o no
para la población, siempre que sea rentable y deje beneficios a las empresas
dominantes.
España en los
últimos decenios ha ido aumentando sus exportaciones en productos del sector
agroalimentario por encima del 10 por ciento, cuando el nivel de empleo y la
importancia relativa del sector dentro del PIB ha bajado a pasos agigantados,
aumentando, en consecuencia, la productividad. ¿Esto ha conllevado una mejor
situación de los agricultores? ¿Ha permitido mejorar el empleo de nuestro
país? Rotundamente no. Como ha pasado a
nivel mundial, los que sí han hecho negocio son aquellas empresas y fondos de
pensiones que han especulado con la compra y venta de empresas y la reducción
de los costes laborales por debajo de lo que los derechos humanos consideran
mínimo. Sólo tenemos que informarnos para ver estar realidad, el ERE de Coca-
Cola, despidiendo a cientos de personas mientras se obtienen beneficios, no es
más que la parte visible de un mundo cada vez más precario y pobre en el que el
reparto de los beneficios no se distribuye de forma justa y siempre la mayor
tajada cae en el lado de aquellos que menos se esfuerzan y más especulan con la
salud, con la comida, con las personas, con las mejoras sociales, con el
derecho a la vida, con el derecho a una verdadera justicia. ¿Podremos cambiar
este estado de cosas?
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