“El mundo desarrollado construyó un
modelo económico cimentado en la deuda: los consumidores se endeudaban para
financiar su estilo de vida, las empresas se endeudaban para optimizar sus
ganancias, las entidades financieras se endeudaban para disponer de más dinero
con el que especular en los mercados y los países se endeudaban para que sus
economías superaran las necesidades[1]”.
No cabe duda de que en el sistema económico en el que vivimos difícilmente se
puede funcionar sin deuda. Las empresas, los países e incluso los ciudadanos
requieren endeudarse con objeto de poder invertir en bienes costosos que pueden
proporcionar expectativas de un futuro mejor. “Una economía moderna en que
todas las transacciones que ligan a familias, empresas y administraciones
públicas tuvieran que hacerse obligadamente al contado por no existir
mecanismos de crédito es inimaginable. Sin créditos, o sea, sin deudas, el
motor económico funcionará al ralentí, en una suerte de permanente depresión
económica. Detrás del fenomenal incremento de la riqueza económica de los
últimos siglos está sin duda toda una sucesión de innovaciones financieras que,
desde la sociedad anónima hasta la generalización de la financiación al consumo
y las compras a plazos, han facilitado las relaciones entre quienes tienen
recursos por encima de sus necesidades y quiénes no. Pero, al igual que sucede
con el resto de innovaciones técnicas, también las financieras tienen siempre
su lado oscuro que, cuando se pone de manifiesto, pone en riesgo la economía de
las sociedades que las adoptan[2]”.
Así, también, la institución de la deuda,
en su degeneración, se ha convertido en
un instrumento, en muchos casos fatal, de
sometimiento a la propia ciudadanía.
Marx ya apuntó
en su día que “la acumulación originaria está estrechamente ligada al vínculo
entre “crédito y “deuda pública”. Es decir, la acumulación no surge de un mero
acto de la apropiación. Para que haya acumulación es necesaria la estrecha
relación que se produce entre crédito y deuda pública. El aumento de uno no
existe sin la presencia del otro. La deuda pública es una carencia que no es
preciso colmar, sino que hay que reproducir, porque sin su existencia tampoco
existiría el capital. En el fondo de este mecanismo hay una circulación entre
acumulación y endeudamiento, que es un fin en sí misma[3]”. “El crédito público –dice Marx en el primero tomo de El Capital—se
convierte en el credo del capital.” La circulación fin en sí misma que produce
beneficios y acumulación es un movimiento al que hay que dar crédito, en el que
es preciso creer[4]”.
El juego económico que deriva de estos mecanismos de deuda
propicia diferentes intereses en muchos casos contrapuestos. “La relación entre
deudores y acreedores es, sin embargo, conflictiva puesto que sus intereses no
son enteramente congruentes. Así, a los primeros les interesa que haya
inflación pues pagarán sus deudas en una moneda devaluada; a los segundos, por
el contrario, les viene bien en principio
una deflación, pues sus créditos les serán devueltos en una moneda de mayor
valor. Hay que destacar aquí una importante consecuencia del hecho de que los
deudores se caractericen por tener una propensión a gastar el dinero más
elevada que los acreedores, que consiste en que, en caso de recesión económica,
la deflación la agudiza aún más ya que al aumentar el valor real de sus deudas
obliga a los deudores, para poder pagarlas, a disminuir su demanda de bienes y
servicios en mayor medida de lo que la aumentan los acreedores al recibir esos
pagos, fenómeno que se conoce como deflación
de deuda que invalida las políticas deflacionistas o de austeridad en caso
de recesión[5]”.
Estas
relaciones han ido evolucionando a lo largo de la historia. “La relación que
liga a un deudor con su acreedor ha sido durante casi toda la historia una
relación personal, no transferible. Era el mundo en que todas las deudas,
incluso las deudas de los estados, eran privadas, pues eran los monarcas
quienes al encarnar personalmente a los estados se endeudaban para sufragar los
gastos “públicos”. La desaparición de los estados absolutistas llevó consigo la
conversión de esas deudas pseudopúblicas en títulos de auténtica deuda pública.
El “natural” paso posterior ha sido la progresiva conversión de las deudas
privadas, ya fueran de personas físicas o jurídicas, también en títulos. La titulización ha sido una innovación
financiera que, trasmutando las deudas privadas en obligaciones o bonos
negociables en los denominados mercados
secundarios, expande las posibilidades de financiación de los agentes
económicos pues, gracias a ella, quienes necesiten endeudarse encontrarán más
fácilmente prestamistas dispuestos a ello ya que, al poder vender las deudas a
terceros, los prestamistas se verán libres de la restricción de tener que
esperar al vencimiento de las deudas para recuperar su dinero, caso de que lo
necesiten[6].” Estos títulos son en
expresión de Polanyi “mercancías ficticias”, las mercancías ficticias
“carecen…de un valor de cambio
intrínseco que pueda servir como referencia a la hora de que los mercados en
que se intercambian fijen sus precios. Ello conlleva el riesgo de que esos
mercados no funcionen adecuadamente afectando el funcionamiento de los mercados
de las mercancías auténticas y la eficiencia general de una economía[7]”. Por ello, algunos
teóricos como “Los economistas estadounidenses Carmen Reinhart y Kenneth
Rogoff, que no son nada sospechosos de mostrar simpatía por la política
Keynesiana, han señalado que, en el 80% de las ocasiones, las crisis bancarias
se ven seguidas de una crisis de la deuda soberana. Y ni siquiera con una
correlación de esta magnitud se permiten Rinhardt y Rogoff emplear la palabra
“causa”. Sin embargo, como han conseguido demostrar sus colegas Moritz
Shularick y Alain Taylor, las crisis de
deuda soberana son casi siempre consecuencia del “desplome de una
desaforada expansión de la actividad crediticia”. Se trata de situaciones que
se desarrollan en el sector privado y que no obstante terminan recayendo sobre
el sector público. La causalidad es clara. Las burbujas bancarias y su
posterior estallido son el elemento causante
de las crisis de deuda soberana.[8]”
Este
análisis teórico nos muestra claramente la situación actual de las sociedades
llamadas desarrolladas y evidencian, basadas en una economía de la deuda, una
clara tendencia del capital al incremento y la acumulación o como diría John
Lanchester “El capital se asemeja a un virus cuya finalidad es reproducirse, el capital quiere crecer[9]” y crece a costa del resto de los factores productivos a los que
explota procurando la mayor eficiencia de costes, multiplicando los resultados
obtenidos mediante instrumentos financieros muchas veces especulativos.
“La
deuda puede perdurar eternamente; no así la riqueza, porque su dimensión física
está sujeta a la fuerza destructora de la entropía.”[10]
[1]
Coggan, Philip
(2013:22-23)
[2]
Esteve, Fernando
(2014:50). La crisis de la deuda. La
maleta de Portbou, nº3, Enero-Febrero 2014.
[3]
Stimilli, Elettra
(2014:47). Culpa y sacrificios. La
maleta de Portbou, nº3, Enero-Febrero 2014.
[4]
Ibídem.
[5]
Esteve, Fernando
(2014:51). La crisis de la deuda. La
maleta de Portbou, nº3, Enero-Febrero 2014.
[6] Ibídem.
[7] Ibídem.
[8] Blyth, Mark (2014:156)
[9] Lanchester, Jonh (2010:122)
[10]
Max-Neef y Philipe B. Smith (2011:95): La economía desenmascarada. Icaria.
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