El Producto
Interior Bruto (PIB) se concibió en un período de crisis profunda y proporcionó
una respuesta a los grandes desafíos de los años treinta [del anterior siglo].
Para hacer frente a nuestras crisis de desempleo, recesión y cambio climático,
también nosotros tendremos que buscar nuevas cifras,
nuevos índices. Lo que necesitamos, en definitiva, es un tablero de mandos
completo que incluya una serie de indicadores para monitorizar las cosas que
hacen que la vida merezca la pena[1].
Es muy evidente de que no todo lo que aumenta el PIB
aumenta el Bienestar. Accidentes de tráfico, guerras, aparatos con ciclo de
vida corta, etc., pueden aumentar el PIB pero no el bienestar de las personas.
Hay que tener cuidado, entonces, con lo que medimos pues los objetivos pueden
ser contrarios a los intereses de los ciudadanos. Debemos considerar que “El
mundo nunca se verá tal como es a través de la óptica del mercado. Y no está
mal que así sea. Armados con este conocimiento, podemos entrenar otros sentidos
para afrontar el mundo de un modo distinto. Lo mismo debe suceder con nuestro
enfoque de la economía y de la sociedad. Hemos sido criados para ver sólo el
valor monetario de las cosas, y esta lógica nos oprime. Debemos entender
que los precios no pueden ser nuestro único indicio para ver las cosas, y sólo
cuando hayamos dejado de pensar en estos términos podremos creer que estamos vías de recuperación[2].”
La
reverencia que los políticos, economistas, prensa e incluso ciudadanía tienen
por los aumentos del PIB, y la importancia que damos a los decrementos en meses
sucesivos, no son lógicos en este tiempo. Ya nos decía Amartya Sen (1993), que “A la economía no le conciernen sólo el ingreso y la riqueza, sino
también el modo de emplear esos recursos como medios para lograr fines
valiosos, entre ellos la promoción y el disfrute de vidas largas y dignas. Pero
si el éxito económico de una nación se juzga sólo por su ingreso y por otros
indicadores tradicionales de la opulencia y de la salud financiera, como se
hace tan a menudo, se deja entonces de lado el importante objetivo de conseguir
el bienestar.”
No existe duda de que hay otros indicadores de
desarrollo y bienestar que debieran emplearse, “al pensar en la obsesión de
las sociedades modernas por el crecimiento económico, sorprende la poca atención
que se presta en los debates públicos y los discursos políticos a la cuestión
de si un mayor crecimiento económico aumenta realmente el bienestar. Es posible
que el hecho de eludirla beneficia a quienes tienen intereses en el sistema
dominante: si el crecimiento económico no aumenta el bienestar, no se podrán
justificar muchas de las estructuras económicas y políticas del capitalismo
desarrollado. Pero, también, puede ser que las personas normales estén
interesadas en ignorar la evidencia de los efectos del crecimiento sobre el
bienestar. Si la gente tiene la convicción de que unos ingresos mayores la
harán más feliz, reaccionará generalmente ante la decepción que sigue al logro
de tales ingresos concluyendo que, sencillamente, no ha conseguido suficiente.
Se trata de un ciclo sin fin –una esperanza seguida de decepción y de una nueva
esperanza-, a no ser que lo rompa algún acontecimiento o una revelación
repentina[3].”
Clive Hamilton cree que “incluso en el marco
establecido por los valores del mercado que considera a los seres humanos como
máquinas de consumo, la obsesión por el crecimiento puede ser empobrecedora.
Por un lado, nuestros indicadores de progreso muestran que las cosas han ido a
mejor durante décadas; por otro, la mayoría de la gente se queja de que la
sociedad se desmorona. Quizá el problema esté en que nuestros índices de
progreso son erróneos. Nuestra medida del progreso nacional (crecimiento
del PIB) está inseparablemente ligada al sistema de precios. Se supone que una
actividad contribuye al bienestar nacional por el mero hecho de que se produce
para ser vendida, y sólo en cuanto tal. El rasgo definitorio de la prosperidad
es la transacción monetaria.
Esta forma de medir el bienestar nacional omite dos
grandes campos: las aportaciones al bienestar realizadas por la familia y el
medio social, y las del medio ambiente. Ambos son fundamentales para nuestro
bienestar, pero como lo que aportan queda fuera del mercado, simplemente no
cuentan. El trabajo llamado reproductivo; aquel que realizan los miembros de la familia
en el seno del hogar, en beneficio de la propia familia, o los trabajos
realizados por la propia comunidad vecinal, local o nacional de forma voluntaria
o forzada, o los trabajos de autoconsumo, al no existir remuneración monetaria,
no se cuentan como empleo ni como producto, sin embargo muchos de ellos
resultan esenciales para la reproducción de la fuerza de trabajo y de las
relaciones sociales. Son, incluso, soporte indispensable del trabajo productivo. En los últimos
tiempos, no obstante, se ha recuperado el debate sobre el trabajo de cuidados
al que se considera imprescindible para la reproducción social y el bienestar
cotidiano de las personas. Trabajo que aún sigue siendo responsabilidad casi
exclusiva de las mujeres y no se tiene en cuenta en las medidas del producto
habituales[4].
Las
aportaciones al bienestar social del medio ambiente no son discutibles, pero
éste soporta la voracidad del crecimiento continuo y su deterioro y en forma de
externalidades afecta negativamente a la población. No podemos
separar las calamidades como la delincuencia, el abuso de drogas y el suicidio
juvenil de los cambios sociales producidos por la economía de mercado. El
desempleo, el exceso de horas de trabajo y las expectativas generalizadas que
la satisfacción deriva de las adquisiciones materiales son productos del
sistema de mercado y tienen efectos profundos sobre nuestro bienestar. La
imposibilidad de establecer una relación estrecha entre el crecimiento
económico y el aumento de bienestar, al menos por encima de cierto umbral,
indica que la búsqueda del crecimiento se produce a expensas de cosas que
aumentan realmente el bienestar de las personas.
Esto ha llevado a algunos a ampliar el análisis de las
causas determinantes del bienestar e intentar elaborar alternativas contables
al PIB como medida del progreso nacional. Una de esas alternativas es el
Indicador de Progreso Genuino (IPG), conocido también como Índice de Bienestar
Económico Sostenible (IBES). Utilizando métodos económicos ya establecidos, el
IPG combina un conjunto de factores que influyen en el bienestar y los reúne en
un solo índice directamente comparable con el PIB a lo largo del tiempo. Aunque
este indicador alternativa presenta algunas dificultades conceptuales de
medición, su elaboración revela gráficamente las notorias insuficiencias del
PIB como medida de progreso nacional.
En aras al
crecimiento esencia del PIB nos podemos finalmente obsesionar con la
productividad, pero “La productividad es para los robots. Lo que los humanos
hacen bien es perder el tiempo, experimentar, jugar, crear y explorar.[5]”
[1] Rutger Bregman. Utopía para realistas.
Salamandra 2017. Edición ebook.
[2] Patel, Raj (2010:107): Cuando nada vale
nada.
[3] Hamilton, Clive (2006:43)
[4] Patel, Raj (2010:77) nos dice: La
reproducción de los trabajadores exige más que el simple nacimiento de bebés:
hay un complejo proceso de crianza, alimentación, vestido, vivienda, educación,
socialización y disciplina, y en estos costes radica tal vez una de las mayores
explotaciones a escala mundial: el lugar del trabajo doméstico de las mujeres.
El trabajo diario de criar a los hijos, mantener un hogar y realizar trabajo
comunitario (esos eslabones impagados de la cadena laboral que las feministas
han dado en llamar la triple carga de las mujeres) sigue sin ser
valorado a escala mundial.
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