En estos días estamos asistiendo a una pelea de “machitos” para demostrar al mundo quién
la tiene más grande. Me refiero claro a las bombas. Y no puedo reprimir una
enorme tristeza y, también, vergüenza de pertenecer a la raza humana, que no
sólo tropieza una vez, dos, tres veces con la misma piedra, sino que
machaconamente se da cabezazos con ella como si no hubiera un mañana.
Que ya entrado el siglo XXI sea el gasto militar
uno de los sectores de mayor inversión[1],
para el que, además, siempre hay dinero; que las relaciones entre las personas
y naciones se centren en “ladrar” más alto el poder militar que se posee; me
parece propio del hombre, no ya del hombre de las cavernas, sino del hombre
como creación fallida que debe sacrificarse en la cruz de esas convicciones que
farisaicamente predica pero no practica.
El hombre, sin duda, es un mono loco. Busca la
seguridad y ama los deportes de riesgo. Busca la vida eterna, la inmortalidad,
y emplea gran parte de los recursos para matar a sus congéneres. Quiere vivir a
base de olvidarse mediante el alcohol, las drogas y la inserción en grupos
violentos. Ama los deportes competitivos pero los pervierte para convertirlos
en luchas fratricidas en las que no se reconoce en el otro.
El hombre es capaz de realizar lo mejor y lo peor,
pero mientras no sepamos ir alumbrando el lado bueno de la humanidad corremos
riesgos globales que nos pueden borrar de la faz de la tierra. Necesitamos no
volver a tropezar, aprender pronto y ayudar a nacer a un hombre nuevo que sea
matriz de una nueva sociedad en la que todos podamos vivir en paz y desarrollar
nuestras potencialidades. Potencialidades que se enriquecen mediante una vida
compartida y se restringen con el actual individualismo poco empático, egoísta
y avaro.
Son necesarios, sin duda, objetivos que sean comunes
a la humanidad. ¿Cómo es posible el progreso en la lucha y la disensión? Como
mucho damos un paso adelante y dos hacia atrás. Estamos ciegos a los retos que
nos plantea la situación mundial actual: calentamiento global, desigualdad,
pobreza extrema, mala utilización de los recursos (esencialmente los
alimentarios), lucha entre fundamentalismos, etc. Y sin embargo, nos dedicamos
a exacerbar más el riesgo con la “pelea de gallos”. No aprendemos, resolvimos
la “Gran depresión” con la Segunda Guerra Mundial y parece que hay quién no
encuentra otro modo y, además, quiere mantener su poder recurriendo a las
mismas atrocidades y haciéndonos creer que no hay alternativa. Está claro, que
no es lo mismo predicar que dar trigo.
¿Quién puede seguir defendiendo las ventajas de la
competitividad sobre la cooperación? ¿Quién puede seguir defendiendo el mundo
de las patentes con respecto al uso del conocimiento para mejorar las
investigaciones y el desarrollo de productos esenciales para el beneficio de
todos? ¿Cómo somos capaces de dejar morir a millones de personas por no
perjudicar el beneficio de las grandes empresas? ¿Cómo
podemos vivir en una sociedad centrada en el empleo y no atajamos el desempleo?
¿Cómo podemos dedicar el dinero a la especulación que sólo favorece a los que
más tienen (el tiburón siempre se come al pez chico) y deja en la miseria a
aquellos que más lo necesitan? ¿Cómo podemos proclamar que la democracia es el
gobierno de pueblo y dejar las grandes decisiones al poder económico? ¿Cómo
podemos defender la vida a base de bombas y más bombas? La madre de las bombas,
el padre de las bombas, la mayor bomba
nuclear: si no lo es, parece que buscamos la desaparición del hombre sobre la
faz de la tierra.
A pesar de todo lo dicho, y como ha manifestado el
economista Juan Torres López considerando él que estamos al borde de la III
Guerra Mundial, no es miedo lo que me produce esta “pelea de gallos”, sino una
profunda tristeza por la estupidez de la raza humana. Ya dijo Einstein que el
universo y la estupidez humana son dos cosas infinitas, aunque de lo primero no
estaba seguro.
Olvidamos en el sentido que escribe Victoria Camps
que “Queremos ser felices, pero tenemos
que aprender a serlo, básicamente porque vivimos en sociedad y es un disparate
aspirar a ser feliz en solitario sin tener en cuenta al resto de las personas
con las que hay que convivir.[2]”
Por ello “No basta con conocer el bien, hay que desearlo; no basta con conocer
el mal, hay que despreciarlo.[3]”
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