La economía conforme se está aplicando actualmente
se parece más a una religión que a una ciencia contrastada. Se apoya en la fe y
no se ve verificada en la realidad. Se apoya en dogmas que son repetidos como
mantras y enseñados en la mayoría de las universidades, a pesar de que los
resultados manifiestan ser contrarios al fin que pretende, que, por otra parte,
no debe ser otro que no sea el beneficio de la sociedad. Pero, claro, su
posición es nítida si atendemos a lo concluido
por una de sus adalides: Margaret Thatcher, ella nos dejó meridiana la
filosofía de la teoría económica neoclásica: La sociedad es algo que no existe. Los individuos tienen que mirar
por su propio beneficio e interés y así mediante la búsqueda egoísta de su
propio bienestar, como arte de magia, el mercado se encargará de maximizar el
bienestar de todos.
Así, el individualismo feroz y el fundamentalismo
de mercado de estos tiempos han
erosionado cualquier sentido de comunidad y han llevado a la explotación
rampante de los individuos incautos y vulnerables y a una división social cada
vez más acentuada, como nos diría Stiglitz en su libro Caída libre. Los mercados, lo que también han hecho, es modelar ciegamente la
economía y las personas, atendiendo exclusivamente al beneficio privado.
Incluso, especialmente en los últimos tiempos, han hecho una mala asignación de
nuestro talento, encauzándolo básicamente a la especulación financiera a la que
se han dedicado los mejores cerebros que no han podido resistirse a la ganancia
de dinero fácil a espuertas.
En el fundamentalismo de mercado se cree que los
mercados son eficientes por sí mismos y se corrigen por sí solos y se debe
interferir en ellos lo menos posible, ya
que de esta forma se puede maximizar el crecimiento y la eficiencia de la
economía. Cuando la realidad lo que nos demuestra es que cuando nos viene una
de las crisis que cíclicamente nos afecta se pide el auxilio del gobierno, gobierno
que se ha pretendido minimizar de acuerdo a sus dogmas. Ya que en la agenda
neoliberal encontramos el fundamentalismo del libre mercado, la austeridad
fiscal, y las amplias desregulaciones de los mercados financieros y laborales,
así como privatizaciones que deben configurar un Estado mínimo. Esta
contradicción hace escribir a Varoufakis que esta ideología brilla “más por su
inobservancia que por su observancia.”
Sin lugar a dudas el mercado perfectamente
competitivo es inestable y por tanto una
realidad elusiva, ya que siempre desemboca en una situación de oligopolio o de
monopolio. El nivel de beneficio de una empresa competitiva es menor que el que
se consigue mediante el oligopolio o el monopolio, por mucho que las empresas
competitivas sean presuntamente maximizadoras de beneficio. Por eso, pensar en
que los mercados nos llevarán a un mundo estable e idílico forma también parte
de los dogmas que nunca se cumplen y se encuentra dentro de las utopías más
populistas que es sigilosamente aplicada e inoculada en los cerebros de los
ciudadanos.
Debemos tener en cuenta que en los años anteriores
a la crisis que todavía persiste, se mostraban cuatro características: grandes
desequilibrios de las balanzas de pagos; un aumento del precio de la vivienda
en varios países desarrollados entre los que se encontraban Estados Unidos y
España; un crecimiento espectacular, tanto en escala como en rentabilidad, del
sector financiero muy liberalizado; y un despegue en los niveles de deuda
privada[1].
Una vez iniciada la crisis muchos de los economistas son conscientes de que la
respuesta automática para atajar el peligro de recesión debe ser la bajada de
tipos de interés por el Banco Central, un mayor gasto del gobierno o la rebaja
de impuestos.
No obstante, las políticas austeras llevadas a cabo
por los que veneran al mercado han sido totalmente diferentes, cuando, sin
embargo, las experiencias habidas en anteriores crisis han demostrado que
el incremento de la demanda agregada es
esencial para salvarse de las crisis iniciadas y el peligro de una posterior
recesión. Steve Keen en su libro la
economía desenmascarada llegaba a la siguiente conclusión al respecto:
“Aunque puedo seguir hablando de falacias lógicas hasta el infinito, siempre quedará la necesidad de
aportar alguna prueba empírica de que la economía neoclásica [fundada en la
mano invisible del mercado] está equivocada. Esta prueba la ha aportado, de
forma espectacular, la Gran Recesión [crisis actual e iniciada en 2007]. Los
modelos neoclásicos no solo no la predijeron, sino que, de acuerdo con ellos semejante
cosa no podía ni siquiera llegar a ocurrir.[2]”
El problema fundamental del llamado fundamentalismo del mercado es, no
obstante, la dependencia que el bienestar de las personas tiene de unos
mercados que se rigen por la rentabilidad económica (mercados dirigidos por
unas agencias de rating, interesadas y mentirosas, y encabezados por los
mercados financieros con un norte muy diferente), lo que implica una reversión
de valores que pone en el centro la economía y desplaza a las personas. Aunque,
debemos ser conscientes, si analizamos aunque sea someramente los resultados de
esta y otras crisis, de que “En realidad la mano invisible [de los mercados] es
el mecanismo por medio del cual la búsqueda del interés exclusivo, privado,
puede servir de base para la reproducción social (resultado social objetivo) de
un sistema donde nadie fija otro objetivo colectivo que la salvaguardia misma
de los intereses privados.[3]”
[1] Wolf,
Martin (2015:55). La Gran Crisis, cambios y consecuencias. Deusto.
[2]
Tampoco se predijeron las crisis anteriores más importantes: Gran depresión de
1929, crisis del petróleo de 1973, etc. Es muy conocida la pregunta que hizo la
reina Isabel II en la London School of Economisc (Centro Académico líder en
ciencias económicas) el 4 de noviembre de 2008: ¿Por qué nadie se dio cuenta?
La respuesta después de meditar varios meses fue que no se reconocieron los
grandes riesgos que el sistema suponía y el nivel del desastre que se estaba
fraguando. ¡La ceguera de la fe!.
[3]
Guerrero, Diego (2003). Economía no liberal para liberales y no liberales.
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