Se dice que de buenas intenciones está empedrado el
suelo del infierno. Y nuestra realidad lamentablemente está plagada de
ejemplos. En el mundo hay constituciones, leyes importantes, acuerdos y pactos
internacionales que tomadas literalmente procuran o tratan buscar el bien de la
población mundial y, en su caso, de los ciudadanos de los distintos países que
las promulgan. Pero, sin embargo, o no se cumplen, o hay quien busca las vueltas
a las normas para dejarlas sin efecto en aras a objetivos menos comunes, más
interesados y más pedestres. En definitiva consiguiendo resultados que no sólo
no suponen una mejora para la sociedad sino todo lo contrario.
Los Objetivos del milenio que pactaron el 31 de
diciembre del año 2000 los 189 países miembros de las Naciones Unidas,
comprometiéndose a no escatimar esfuerzos por liberar a nuestros semejantes,
hombres, mujeres y niños, de las condiciones abyectas y deshumanizadoras de la
pobreza extrema, alcanzaron la fecha fin señalada. Y han sido sustituidos por la
nueva Agenda 2030 en la Cumbre Mundial sobre el Desarrollo Sostenible[1],
aprobada el 25 septiembre del año 2015 y que recogerá la bandera, a partir
del 1 de enero de 2016 dejada por los anteriores Objetivos del Milenio (ODM). Estos
objetivos suponen una muestra de una amplia gama de buenas intenciones que
pueden suponer un adelanto en el nivel social de la humanidad y un nuevo acto
fallido decepcionante si se quedan en papel mojado.
Los nuevos Objetivos de Desarrollo Sostenible
constan de 17 objetivos y 169 metas que tienen un carácter mundial y una
aplicación universal que tratan de poner a las personas en el centro del
desarrollo sostenible. No obstante, reflejan metas a las que se debe aspirar
más que obligaciones jurídicas. Esta nueva agenda quiere abarcar muchos más
aspectos de la vida de las personas, siendo mucho más ambiciosa en sus
pretensiones. Metas como la inclusión social, el buen gobierno, las pautas para
el desarrollo sostenible, el crecimiento verde, el consumo, la gestión de los
recursos naturales, la paz, la seguridad son nuevos temas a los que todos los
países tienen que comprometerse, por lo que no puede dejar de ilusionarnos.
No cabe duda de que la anterior agenda de los ODM ha
contribuido a una mejora sensible de los niveles de pobreza, mortalidad y
escolarización infantil, vacunación contra el sarampión, prevención del
paludismo. Así desde 1990, las muertes infantiles susceptibles de ser evitadas
disminuyeron en más del 50 % a nivel mundial y la mortalidad materna cayó en un
45 % en todo el mundo. Pero se tienen aún metas pendientes que no pueden dejar
de cubrirse con la nueva agenda que, por otra parte, reconoce que la guerra y
el conflicto han sido uno de los principales obstáculos para el logro de los
ODM. Las buenas intenciones, por tanto, no faltan en este nuevo acuerdo. Se ha
generado un marco muy ambicioso que permite exigir compromisos a los gobiernos.
Pero, como toda planificación, requerirá una programación, un desarrollo de la
misma, un control y una evaluación que nos lleve a corregir las deficiencias
encontradas e impulsar acciones en aquellos objetivos que se demoren en su
consecución o se desvíen de sus metas. En caso contrario todo quedará en buenas
intenciones como en otras muchas ocasiones.
Uno de los objetivos, el objetivo 10, reconoce, y es
agradable constatar que hay quién se ha quitado la venda para ver, que las
desigualdades entre países y en el interior de ellos se han transformado en un
problema central y en un desafío global. Son muchos los economistas que
clamaron en el desierto. Debo recordar que el argumento principal de Piketty,
en su famoso libro El capital en el siglo
XXI, no es otro que la constatación
de que las concentraciones extremas de la riqueza amenazan los valores de la
meritocracia de la economía de mercado, de la justicia y de la cohesión social.
Otro objetivo, el objetivo 16 propone “Promover sociedades pacíficas e
inclusivas para el desarrollo sostenible, facilitar el acceso a la justicia
para todos y construir a todos los niveles instituciones eficaces e inclusivas
que rindan cuentas”. Parece que todos tenemos claro cuál es el diagnóstico de
los males que nos aquejan, pero para algunos las soluciones van por caminos tan
enrevesados que apenas se pueden conseguir, incluso atisbar, los resultados
pretendidos.
Se insiste, también, sobre la urgencia de la
consecución de la igualdad de géneros y el empoderamiento de las mujeres y las
niñas para contribuir decisivamente al progreso de todos los objetivos y metas.
Sin duda, cualquier desigualdad tiene unos efectos malignos sobre nuestras
sociedades y cerrar las brechas abiertas en las mismas es una tarea loable que
puede darnos grandes satisfacciones. En su libro La posibilidad de una isla, Michel Houlebecq incluso nos
tranquiliza sobre el Islam, cuyo fin
vendrá por el feminismo y la revolución sexual de sus mujeres. Así como
lucha a favor de la igualdad entre hombres y mujeres ha cambiado el mundo
occidental igualmente vendrá el cambio en el mundo árabe a través de la
igualdad de género. No es, sin embargo, un mundo lleno de clones o
igualitarista lo que nos salvará sino un mundo en el que todos seamos
poseedores de derechos básicos, recursos suficientes para poder vivir e
igualdad de oportunidades para poder desarrollar nuestras potencialidades.
Quizá lo más preocupante es que, a pesar de las
buenas intenciones de la Agenda 2030, debemos tener claro que estos objetivos y
metas tienen que convivir con un modelo económico neoliberal que cree en el
fundamentalismo del mercado, que pone en primer lugar el beneficio de las
empresas fomentando una globalización favorable a las grandes corporaciones
transnacionales, que basa la economía en la destrucción de los puestos de
trabajo y en la disminución de los costes laborales. Y es preocupante porque no
se pone en tela de juicio el modelo macroeconómico, ni se admiten las
incongruencias que existen en el sistema financiero y comercial. Y,
indudablemente, poner el beneficio por delante de las personas difícilmente
puede avanzar en objetivos globales a favor de las personas, como queda
demostrado en nuestros días en los que el crecimiento y su medida es el quid pro
quo de nuestra existencia y la desigualdad y la pobreza campa por sus
fueros.
¿Quién puede contradecir que las guerras y el
crecimiento ciego sólo perjudican a los más pobres y débiles? ¿Quién puede
poner en duda que son los que menos contaminan, los que más sufren los efectos
del crecimiento? Son las guerras la mayor amenaza para la consecución de
cualquier objetivo que tenga que ver con los derechos humanos. Los ODS abordan
las tres dimensiones del desarrollo sostenible: la social, la económica y la
medioambiental, lo cual no deja de ser un gran avance. Me pregunto, no
obstante, ¿para cuándo nuestros valores cambiarán? Hoy por hoy, parece que
hemos avanzado poco, todavía seguimos tachando de populistas a aquellos que
defienden objetivos sociales que todos consideramos ideales necesarios, pero
hay quien se empeña en dejarlos como buenas intenciones y seguir empedrando el
infierno con ellas.
[1] Un buen análisis de la nueva Agenda Global de
Desarrollo se puede encontrar en la revista TEMAS para el debate, núms. 254-255
de Enero-Febrero de 2016.
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