El 2 de septiembre de 2011 el Congreso de
los Diputados aprobó, con 316
votos a favor y 5 en contra, la primera reforma constitucional de
calado, para introducir de forma urgente en la Carta Magna española el
principio de estabilidad financiera con objeto limitar el déficit público. La
votación a favor, casi absoluta, nos demuestra que o bien nuestros
representantes ponían los intereses de la oligarquía y del dinero por delante
de los intereses del resto de ciudadanos o bien que su creencia sobre el funcionamiento
de la economía era, desde mi punto de vista, totalmente errónea. Conviene
recordar que el objetivo marcado por Europa a los estados miembros para el
déficit público se cifraba en un máximo del 3% del PIB. Y que, curiosamente, la
Alemania de Merkel, máximo paladín del rigor fiscal y ogro cruel que nos
inyecta austeridad en vena, había
incumplido reiteradamente (hasta 14 veces desde el 2000 al 2010) tanto el
objetivo del déficit como el de la deuda pública, objetivo que se fijó en el 60
% del PIB.
Es importante preguntarnos ¿cómo la “boyante” Alemania ha
conseguido sobrevivir y aventajar a los demás países de su entorno incumpliendo
contumazmente objetivos tan trascendentales de la Unión Europea? Objetivos que por
ser perentorios han tenido que cincelarse en piedra en nuestra Constitución
como panacea de salvación de nuestro país y sus habitantes. ¿Cómo es posible
que en medio de la gran abundancia de nuestro tiempo en Europa se recete la
austeridad a sus habitantes? Parece lógico por contra, que cuando la ciudadanía no
tiene suficiente poder adquisitivo para poder comprar lo que está a la venta en
esos grandes almacenes que llamamos la economía, el gobierno deba actuar para
asegurarse de que la producción se venda, ya sea bajando los impuestos o bien
aumentando el gasto público.
Una
de las confusiones más comunes, incluso entre los tertulianos de los programas
de debate político-económico, es la de considerar la economía de los países igual
que la economía familiar. Pero claramente no es lo mismo: una familia no puede
gastar indefinidamente sin ingresar y, por lo tanto, tiene que equilibrar su
presupuesto entre ingresos y gastos para poder mantener la cobertura de sus
necesidades; pero a nivel de la sociedad cuando una familia gasta alguien
exterior a ella ha aumentado sus ingresos, el gasto de unos aumenta los
ingresos de otros en un modelo que parece perfectamente equilibrado.
Por ello, el
aumento de la capacidad adquisitiva de la gente, además de poner una piedra en
favor de la igualdad y la cobertura de sus necesidades, pondría en marcha un círculo virtuoso que conduciría
inmediatamente a un repunte de las ventas, lo que, a su vez, llevaría de
inmediato a la creación de millones de puestos de trabajo para satisfacer el
aumento de la demanda de bienes y servicios. Las personas serían capaces de
hacer frente al pago de sus hipotecas y préstamos y el sistema bancario podría
volver a sanearse rápidamente. Lo que, sin embargo, se ha demostrado
infructuoso para el sistema financiero es su financiación
a través de ayudas del gobierno. Los créditos siguen desaparecidos, la economía
se mantiene refrigerada y los préstamos de los particulares siguen sin poder
pagarse. Hay que ser consciente, sin duda, de que la única diferencia entre un
buen y un mal préstamo es que el prestatario pueda o no hacer frente a su pago.
Esto se debería tener presente en los rescates llevados a cabo en nuestra amada
Europa.
Pero
por qué tenemos tanto miedo a los déficits públicos cuando la obsesión de la
Unión Europea por mantener los precios estables solo ha conducido a mantener sine die la crisis del 2008 y transferir
los problemas económicos del sector privado al sector público. La respuesta más
popular y temida es que el déficit público causa inflación y la inflación hace
perder el valor del dinero. En consecuencia son los poseedores del dinero los
que pierden, pierden también los acreedores que suelen ser los poderosos y
ganan algo los deudores. Pero el objetivo pretencioso del 2 % de inflación
legislado por la Unión Europea no ha permitido medidas contra cíclicas que
puedan sacarnos de la crisis. La ayuda financiera de
la Unión Europea para el rescate del sector bancaria ha endurecido las medidas
de ajuste del gasto público y el aumento de la presión fiscal adoptadas por
nuestro Gobierno, deprimiendo aún más la demanda interna y afectando
negativamente a la recaudación, en un círculo de austeridad depresiva
que conduce a menos crecimiento y más déficit.
La llamada trampa de liquidez
demuestra el error de enfrentar en estos tiempos las crisis con la política
monetaria y la incapacidad de ésta para
influir en el ciclo económico estimulando la demanda agregada.
La
inflación se ha convertido en un tema tabú a la que se presta máxima reverencia
por los economistas neoliberales. Atemoriza el recuerdo de Alemania, en su
época de hiperinflación de la República de Weimar. Se recuerdan los problemas
de los países de América del Sur. Sin embargo, en estos últimos tiempos se constata
que la inflación tiene más que ver con las burbujas especulativas y con los
precios del petróleo que con cualquier otra cosa. Vivimos en una economía
especulativa de casino, dependiente aún del oro negro y enzarzada en una lucha
geopolítica, lucha de poder entre las naciones que provoca grandes
desestabilizaciones en la economía mundial.
Para
resolver los problemas de esta economía de los ciclos, del terror y la
indiferencia habría que hacer caso de ideas que demuestran otra comprensión de
su funcionamiento, oír otras voces como la del economista estadounidense Warren
Mosler[1] cuando afirma que son los impuestos los
que debe usar el gobierno para regular nuestro poder adquisitivo y la economía
en general, aumentándolos cuando se calienta y hay riesgo de inflación y
reduciéndolos para que la economía no caiga en el abismo de la recesión. Porque
a lo que realmente habría que tener miedo
no es al déficit sino al paro, a la pobreza, a la desigualdad que son verdaderos lastres de la economía y
vergüenza de la sociedad.
[1] Mosler, Warren .Los siete fraudes inocentes capitales de la política económica. El petit
editor, 2014.
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