El
modelo en el que se asienta el llamado neoliberalismo se centra en un
individualismo competitivo y darwiniano. El hombre aunque sigue siendo el ser
social por naturaleza del que hablara Aristóteles debe pugnar con sus
semejantes para conseguir una vida mejor mediante la innovación, la creación de
nuevas herramientas y el aprovechamiento de oportunidades de negocio. El
egoísmo es considerado como el motor de la actividad económica y los vicios
privados se consideran virtudes públicas. Sin embargo, “Una idea clave de la psicología evolutiva es
que la cooperación humana y las emociones sociales que la sustentan, como la
compasión, la confianza, la gratitud, la culpa y la cólera, fueron
seleccionadas porque permiten que a las personas les vaya bien en las juegos de
suma positiva[1].”
En este
sentido la Teoría de Juegos, una
rama de las matemáticas con aplicaciones en disciplinas muy diferentes
(sociología, psicología, economía, dirección de empresas, estrategia militar,
biología, inteligencia artificial…), ha venido a aportar nuevos argumentos en
favor de la cooperación y demuestra la ventaja del juego cooperativo. “Es una
teoría general que estudia situaciones estratégicas, en las que los actores o
jugadores eligen diferentes acciones para maximizar sus beneficios…permite
explicar algunos patrones difíciles de comprender en una primera aproximación.
Uno de estos problemas es el de la cooperación
entre individuos de una misma
especie. Darwin [ya] enunció el problema como una objeción a su teoría de la
selección natural, y no supo darle respuesta: Aquél dispuesto a sacrificar
su vida, antes que traicionar a sus camaradas, muy rara vez dejaría
descendencia que heredase su noble disposición. Así pues, parece casi imposible
que el número de los dotados con tales virtudes se incrementase por selección
natural, es decir, por la supervivencia de los mejor adaptados.
Y sin embargo, tales individuos existen.
Y si existen es porque ellos (o sus padres o los padres de sus padres, etc.)
obtuvieron un beneficio reproductivo con ese comportamiento[2]”. La ventaja
de la cooperación se comprueba en juegos teóricos como el de la armonía en los
que la recompensa por colaborar es mayor que traicionando, independientemente
de lo que haga el otro, o el de Halcón-Paloma en el que se trata el llamado equilibrio de Nash y en que se valoran
los riesgos que se corren en los conflictos grupales tomando básicamente tres
actitudes: atacar, farolear o retirarse.
Martin A. Nowak, profesor
de biología y matemáticas de la Universidad de Harvard y Director del Programa
de Dinámicas evolutivas, cuya investigación se centra en el estudio y
modelización matemática de la evolución concluye que “El altruismo, lejos de
suponer una fastidiosa anomalía de la evolución se encuentra entre sus
arquitectos primordiales[3]” y nos dice que “Aunque
no siempre se manifieste de forma épica, los ejemplos de comportamientos
altruistas abundan en la naturaleza. Las células de un organismo se coordinan
para limitar su división, lo que previene la aparición del cáncer[4]; las obreras de numerosas
especies de hormigas sacrifican su propia fecundidad para servir a la reina y a
su colonia; las leonas de una manada se prestan a amantar a los cachorros de
otras. Los humanos nos ayudamos en un sinfín de actividades, desde procurarnos
sustento hasta buscar pareja o defender el territorio. Y aunque aquellos
dispuestos a colaborar no siempre pongan su vida en peligro, sí corren el
riesgo de reducir su propio éxito reproductivo en beneficio de otros[5]”.
En el libro colectivo qué hacemos con competitividad
se nos habla de varios ejemplos comparativos de cooperación y competitividad.
El primero de ellos se refiere al caso de los bonobos versus los chimpancés.
Ambos tuvieron un antepasado común pero su separación y el hecho de que los
bonobos hayan vivido en una zona geográfica cerrada y diferenciada ha hecho que
la “evolución de ambos grupos [haya dado lugar] a dos especies que, si bien
físicamente no son muy diferentes, si lo son en términos de estructura social.”
Los chimpancés que viven en el lado derecho del río Congo se han pasado la vida
compitiendo con otros grandes simios más fuertes que ellos y “están liderados
por un macho alfa que adquiere su posición y la conserva mediante la fuerza y
la intimidación. Los conflictos se resuelven con violencia. Mientras, en las
comunidades de bonobos, que son mayores, las hembras comparte el poder con sus
hijos y pueden llegar a dominar al grupo, aunque no utilizan predominantemente
métodos violentos.” Esta diferenciación de culturas y situaciones “ha permitido
a los bonobos disfrutar de una abundancia de alimentos por un largo periodo de
tiempo, lo que ha ido reduciendo los incentivos para resolver de forma
competitiva-violenta las disputas entre los miembros de la misma especie.” En
consecuencia los bonobos al no tener rivalidad por los recursos naturales y
resolver sus problemas de forma pacífica han vivido en una sociedad de
abundancia y posibilidades al contrario que los chimpancés.
El mundo competitivo de
ganadores y perdedores en el que estamos inmersos, considerado como única
alternativa según las políticas neoliberales. Ha demostrado que lo que sí consigue
es un aumento de las desigualdades entre los países y las personas y un
despilfarro de los recursos naturales. El hombre es un ser social, y no sólo
por el lenguaje, que ha venido avanzando a través de los tiempos mediante la
cooperación y el esfuerzo compartido. Dentro de las emociones humanas es
interesante observar que existe un grupo denominado emociones sociales, si bien
es verdad que todas las emociones pueden ser sociales este grupo tiene un cariz
más acentuado. Son ejemplos: compasión, vergüenza, lástima, culpa, desdén,
celos, envidia, orgullo, admiración. “Se trata de emociones que, de hecho, se
desencadenan en sociedad y sin lugar a dudas tienen una importancia destacada
en la vida de los grupos sociales[6]”.
Emociones que ayudan a vivir en grupo porque así podemos resolver mejor
nuestros problemas vitales. No es necesario explicar que “En la vida cotidiana
no faltan las situaciones difíciles y
los apuros de toda índole, y salvo que los individuos se comporten de una
manera compasiva hacia quienes sufren, las perspectivas de una sociedad sana
quedan muy reducidas[7]”.
Alison Gopnik, catedrática
de psicología y catedrática asociada a la filosofía de la Universidad de
Berkeley es una figura de reconocido prestigio internacional, encabezando los
trabajos sobre aprendizaje y desarrollo infantil. Sus descubrimientos nos
confirman que desde edades tempranas hay una necesidad empática: “Incluso los
niños más pequeños tienen sorprendentes capacidades para la empatía y el
altruismo[8]”. La
empatía se basa en la sincronización corporal y la propagación de los estados
anímicos para lo que el cerebro se ayuda de las llamadas neuronas espejo. Se ha
investigado que “Los niños de dieciocho meses son, a la vez, empáticos y
altruistas: sienten el dolor ajeno y tratan de paliarlo. Así pues, les resulta
fácil juzgar que hacer daño a alguien está siempre y necesariamente mal[9]”.
Además “los niños son, de modo inconsciente, los seres más racionales de la
tierra, extraen brillantemente conclusiones acertadas a partir de los datos [de
su entorno], realizan complejos análisis estadísticos y hacen ingeniosos
experimentos[10]”.
Parece, entonces, que estamos equipados para la cooperación o hemos desarrollado
los requisitos físicos y mentales necesarios para que nuestra evolución como
especie se enfrente de la mejor manera a una vida con mayores posibilidades.
Con Vargas Llosa podemos
concluir que debemos enfrentarnos a la tremenda disyuntiva de decidir si los
valores, la generosidad, la bondad, el amor, la amistad que hay en nosotros,
o la maldad, el egoísmo, la mezquindad, lo rencoroso y perverso que
también nos habita, resultan de una fatídica operación químico neurológica de
nuestro cerebro, o si detrás de todo ello hay lo que los existencialistas
llamaban una elección, un actuar deliberado, decidido por una conciencia no
condicionada biológicamente, que es libre y, por lo mismo, nos hace
responsables de aquello que hacemos o dejamos de hacer[11]”. Nos
toca decidir, nos toca elegir.
[1]
Pinker, Steven (2012:121).
Los Ángeles que llevamos dentro. Editorial Paidos.
[2] Sánchez, Angel (2006) Las matemáticas de
cooperación humana. Revista digital de divulgación matemática (Matematicalia).
Vol. 2, núm. 3 (junio, 2006)
[3]
Nowak, Martin (2012). ¿Por qué cooperamos? Revista Investigación y Ciencia núm.
433, Octubre 2012.
[4] Es el fenómeno que se
denomina apoptosis que
consiste en una destrucción o
muerte celular programada provocada por ella misma, con el fin de autocontrolar
su desarrollo y crecimiento, está desencadenada por señales celulares
controladas genéticamente. La apoptosis tiene una función muy importante en los
organismos, pues hace posible la destrucción de las células dañadas, evitando
la aparición de enfermedades como el cáncer,
consecuencia de una replicación indiscriminada de una célula dañada.
[5]
Nowak, Martin (2012). ¿Por qué cooperamos? Revista Investigación y Ciencia núm.
433, Octubre 2012.
[6]
Damasio, Antonio (2010: 198). Y el cerebro creó al hombre. Círculo de Lectores.
[7]
Ibídem (2010: 199).
[8]
Gopnic, Alison (2010:31).
El filósofo entre pañales. Editorial Planeta Madrid S.A.
[9]
Ibídem (2010:231).
[10]
Ibídem (2010:178).
[11]
Vargas Llosa, Mario: La piedad de los murciélagos. El País
22-3-2015.
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