La sociedad
desarrollada en la que nos movemos está secuestrada por el mundo del trabajo y
éste, a su vez, se rige por los principios de la libre empresa en un marco que
cada día es más internacional. En este marco las naciones y las empresas tienen
que luchar desesperadamente por los ingresos que puedan mantenerlas a flote. La
fuente de dónde beben para sobrevivir se denomina “competitividad”. En los
últimos tiempos “El término “competitividad” ha retomado un papel protagonista
a partir de la crisis económica y sus posibles salidas[1]” y se
transforma en una especie de varita mágica que convierte en oro todo lo que
toca. Pero, como en el cuento, este
oro puede hacernos prisioneros de efectos perversos e indeseables.
La Real
Academia Española en su 22ª edición nos da dos acepciones para la palabra
competitividad: 1. Capacidad de competir. 2. Rivalidad para la consecución de
un fin. En Economía “la “competitividad” es un término microeconómico, referido
principalmente al ámbito de la empresa y su capacidad para competir frente a
otras en el mercado. Ser perverso suele implicar maldad e intención de
perjudicar, pero en economía, sin
embargo, debemos sólo considerar que una medida tiene efectos perversos cuando
éstos son contrarios a los que debería provocar. Es un calificativo que se
limita a esas consecuencias sin que se extienda, por tanto, al carácter de las
personas involucradas.
No cabe duda de que la globalización
del comercio y la inversión han producido impresionantes cambios y que ha
habido beneficios tangibles. Cientos de millones de personas salieron de la
pobreza extrema. Sin embargo, en ausencia de normas globales suficientemente
progresistas, la globalización está exacerbando también algunos de los efectos
más devastadores del capitalismo. El incremento de la desigualdad y los
problemas del medio ambiente son problemas a resolver de manera inmediata. Según
explicaba Carlos Taibo: “dos grandes mitos mil veces invocados: tanto
la productividad como la competitividad obedecen a una visión de los hechos
económicos claramente marcada por los intereses empresariales y son
fundamentalmente principales de un orden[2]”. Así, las empresas, con la excusa de la austeridad, vienen
utilizando las condiciones laborales de los trabajadores como un elemento
importante de su competitividad, y los Estados, además, favorecen esta dinámica
con normas laborales que hacen posible el dumping
social.
Mayores
consecuencias se producen cuando pasamos a usar la competitividad en términos
agregados, macroeconómicos, para referirnos a países o incluso áreas económicas
como la propia Unión Europea[3]”. “…en
términos macroeconómicos, tiende a referirse a la capacidad exportadora de una
economía y cómo evoluciona ésta en el tiempo. Así, una economía competitiva
sería aquella en la que sus ventas al exterior de bienes y servicios ganan peso
relativo en el conjunto de exportaciones mundiales sin perder los productos
nacionales cuota de mercado interior[4]”. La lucha por
exportar más se convierte en un juego peligroso en el que todos pierden, ya que
la competitividad no es un juego de suma cero. Las exportaciones de unos son las
importaciones de otros, es verdad, pero, además, para poder adelantar al otro
en el monto de las exportaciones, se necesita seguir mejorando en la
competitividad en un juego sin fin, en el que principalmente se utiliza la
devaluación salarial cuya meta, según nos demuestra la realidad en la que
vivimos, es el empleo indecente, precario y mal pagado.
Como dice Joaquín Estefanía:
“La búsqueda de la justicia social es un obstáculo para la eficacia económica”
[…] “En nombre de la eficacia se ha mandado a millones de personas al paro, se
ha procedido a una distribución de la renta y la riqueza crecientemente
desigual en el interior de los países, se ha esquilmado la naturaleza y se ha
secuestrado la voluntad de la mayoría en beneficio de unos pocos, que se auto-presentaban
como los únicos capaces de comprender y aplicar las recetas hacia la
civilización[5]”.
Seguro, no obstante, de que podemos
encontrar miles de ejemplos en los que la competitividad es favorable a los
intereses sociales. El mundo del deporte nos permite apreciar también muchos de
ellos. Pero poner en los más alto del altar la competitividad, sin
limitaciones, nos puede llevar a efectos que no podemos desear a nadie. Muchos
son los efectos perversos de la misma: el reparto inequitativo de la renta y la
riqueza, la devaluación salarial o devaluación interna, la desigualdad, la
falta de empleo y el desempleo, la deuda, los problemas ecológicos, los
paraísos fiscales que se encuentran incluso en nuestra querida Europa:
Luxemburgo, Bélgica, Irlanda, Holanda.
La internacionalización comercial y la
globalización han fomentado, además, un incremento de las deudas importante.
Los ahorros de unos han facilitado las deudas de otros generando un volumen
descomunal de deuda privada, que permitió, sobre todo, la financiación de un
gigantesco proceso de acumulación y adquisición de riquezas a favor de grandes
multinacionales y capitales (grosso modo el 1 % de la población mundial). La ausencia de una mínima explicación coherente sobre la
dinámica de la deuda privada por parte de la profesión económica ha generado un
enorme daño social y económico. La crisis generada por la acumulación, además,
no vislumbra su fin, a pesar de que hay quién lo esté vendiendo. Las recetas
que se aplican nos mantienen en un camino duro e incierto, y parece que seguimos
caminando hacia una nueva depresión aún más imprevisible[6].
[2]
Taibo, Carlos
(2011:30). El decrecimiento explicado con
sencillez. Los libros de la catarata, 2ª Edición Octubre 2011.
[3]
Ibídem.
[5]
Estefanía, Joaquín (2013). Capitalismo, Socialismo y democracia. Revista la
Maleta de Portbou, núm. 1, septiembre-octubre 2013.
[6] Un nuevo informe
publicado recientemente por el Fondo Monetario Internacional muestra que
algunos bancos de Estados Unidos y Europa quizás no sean lo suficientemente
fuertes para sobrevivir a otro revés, incluso con ayuda estatal.
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