Nos
decía Thomas Piketty en su famoso libro El
capital en el siglo XXI que “El mundo es rico, es rico; son sus gobiernos
los que son pobres. El caso más extremo es el de Europa, que es a la vez el
continente con los patrimonios privados más grandes del mundo y al que le
cuesta más trabajo resolver su crisis de deuda pública. Extraña paradoja.[1]”
Sin duda es una gran paradoja, resulta que aquellos que quieren un Estado más
débil son los más poderosos, son aquellos que mantienen encadenado al Estado y
sus ciudadanos con la deuda pública. Son aquellos que manejan los hilos de la
sociedad y hacen las leyes a su imagen y semejanza.
Piketty
considera que el impuesto excepcional sobre el capital privado es la solución
más justa y más eficiente para eliminar la deuda soberana, sin duda una utopía
en estos momentos, y que la peor solución es la que Europa está aplicando
tozudamente, es decir “una dosis de prolongada austeridad”. Hay una solución
intermedia, que ha sido la herramienta principal para reducir la deuda en la
historia: la inflación. Piketty nos cuenta, al respecto, que ha sido Alemania
el país que comparativamente ha recurrido en mayor medida a utilizar la
inflación como método de reducción drástica de la deuda. Hay que recordar que
la deuda tiene un coste fijo, pactado de antemano, y que al depreciarse el
dinero por la inflación el coste de la deuda se deprecia también.
La
austeridad, sin duda, es una mala solución que debilita más que fortalece. “El
ejemplo histórico más interesante de una dosis prolongada de austeridad es el
del Reino Unido en el siglo XIX [...] se hubiera requerido un siglo de
excedentes primarios (aproximadamente de dos a tres puntos del PIB por año, en
promedio de 1815 a 1914) para deshacerse de la enorme duda pública derivada de
las deudas napoleónicas[2].”
En Europa llevamos camino de encenagarnos en soluciones igualmente eternas,
salvo que se adopte una política clara con medidas que estimulen el consumo y
la producción. En los países europeos el pago de los intereses relativos a la
deuda pública es una de las partidas más importantes de su presupuesto de
gastos, esquilmando así la posibilidad de dedicar recursos a la sanidad, la
educación y las prestaciones sociales y ahogando el camino hacia una mejora
persistente.
La
austeridad ha demostrado que incrementa la desigualdad y contribuye muy poco o
nada a mejorar la economía. Y ya todos somos conscientes de que “las grandes
desigualdades podrían anunciar crisis macroeconómicas, porque la contradictoria
unidad de producción y realización se hace mucho más difícil de mantener en
equilibrio cuando la realización depende de los caprichos y hábitos
discrecionales de la gente rica más que de las sólidas y fiables demandas no
discrecionales de los trabajadores pobres[3]”
No
se puede olvidar tampoco que en nuestro país la deuda al inicio de la crisis
cumplía los requisitos europeos (inferior al 60 por ciento del PIB) y era de
las menos elevadas entre los países de su nivel. No obstante, el endeudamiento que
inicialmente era principalmente privado, fue transferido al Estado mediante los
rescates (regalos) al sistema financiero y, como consecuencia, se elevó la
deuda pública a unos niveles muy significativos que actualmente están cercanos
al 100 por 100. Es decir al mismo tamaño que el Producto Interior Bruto (PIB)
de nuestra querida España. ¡O sea todo lo que España produce en un año!
Cita
Wolf a Walter Bagehot que describió de esta forma el origen y las consecuencias
de la política económica actual y sus crisis: “En determinados momentos, una
cantidad considerable de gente estúpida posee una cantidad considerable de
dinero estúpido... A intervalos... el dinero de esta gente –el capital ciego
del país, como lo llamamos—es especialmente grande y antojadizo; busca que
alguien lo devore, y hay una plétora; encuentra a alguien y hay especulación;
es devorado y hay pánico[4]”
Y después del pánico siempre es el Estado quien, como hemos constatado, se hace
cargo de salvar a aquella plétora que luego, sin ninguna empatía con los
ciudadanos, se hace acreedora de las deudas del Estado.
Las
religiones, que en principio deberían ser las que contribuyeran a mejorar la
sociedad, con sus fundamentalismos, sin embargo, hacen de este mundo un lugar
más hostil para vivir. Será que siempre buscan el cielo en otra parte. El
sistema capitalista igualmente está basado en la explotación de los recursos
cuanto más rápido mejor y buscando el mayor beneficio para el explotador. El
cielo se quiere conseguir aquí y ahora; no importa la destrucción del hábitat,
no importa que los demás vivan en el infierno, no importa el futuro de nuestros
hijos.
La
ciencia ha encontrado las neuronas espejo y éstas podrían ayudar en la
solución. Se considera que las llamadas neuronas espejo son la base de la
empatía entre las personas, pero, sin embargo, algo raro ha debido pasar en la
formación de estas neuronas en aquellos que son fundamentalistas en cualquier
aspecto de la vida. Su empatía brilla por su ausencia y el adoctrinamiento
efectuado por su religión y/o sus ideologías no ha sido lo suficientemente
eficaz para crear en su cerebro un mínimo de las neuronas empáticas ya que para
ellos una cosa es que perdonen nuestras deudas y otra cosa muy diferente es
perdonar a sus deudores.
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