La confianza en los mercados, como bálsamo de
fierabrás que todo lo arregla, ha exacerbado el individualismo, el búscate la
vida y la lucha por sobrevivir. Ha demostrado que el fraude y la corrupción “es
un elemento inherente a la fragilidad de las finanzas[1]”.
Ha potenciado la disputa empresarial por los beneficios, por liderar los
segmentos de mercado y por apuntalar su poder y sus beneficios futuros. Ha
acelerado la aparición de una economía globalizada mediante la búsqueda de
nuevos mercados que explotar y ha configurado un mundo más desigual e injusto. La
búsqueda de beneficios no se ha amedrentado siquiera ante las guerras, ni ante
la muerte de personas inocentes. Así, en este estado de cosas, la humanidad,
como fácilmente se comprueba en este mundo revuelto y obscuro, cotiza a la
baja.
A través de los
tiempos se han venido dando distintas soluciones a los problemas vitales y a la
vida en sociedad, soluciones que, con la perspectiva que nos da la historia, en
algunos casos parece que perdían de vista la finalidad última: mejorar nuestra existencia en esta vida.
Es muy difícil, sin embargo, acertar en nuestras decisiones porque no sabemos a
ciencia cierta para qué estamos aquí. La historia, no obstante, nos enseña que cuando el objetivo se eleva a
buscar algo fuera del mundo conocido, por encima de la vida tangible, nos
solemos perder en los vericuetos de la realidad y destrozar aquello que
realmente percibimos como loable y deseable. Es importante subrayar, por tanto,
que desde los clásicos a la actualidad, los filósofos se han decantado por
considerar al hombre un animal que habla y que, por consiguiente, necesita al
otro para llegar a ser lo que es. No es por tanto descabellado manifestar que
el hombre nace para el hombre en el
sentido extenso: para la humanidad.
Nos decía Inmanuel Kant en su Crítica de la razón práctica que “Sin duda el hombre no es
suficientemente sagrado, pero la humanidad en su persona sí que debe serlo”. Esta
humanidad en cada uno de nosotros es la que, por motivos a veces inconfesables,
se pisotea sin el menor rubor, ni atisbo de culpa. Fernando Savater en su
Humanismo impenitente declara que “Tener humanidad es sentir lo común en lo
diferente; aceptar lo distinto sin ceder a la repulsión de lo extraño” y apunta
además: “los hombres se hacen humanos unos a otros y nadie puede darse la
humanidad a sí mismo en soledad, o, mejor, en el aislamiento”. La crueldad, sin
embargo, como pensaba Schopenhauer, es la complacencia en causar dolor y, por
tanto, en el claro reverso de la humanidad. Y Savater, finalmente, nos llega a
decir en su libro Invitación a la ética “la
violencia no sirve tanto al hombre cuanto a la parte no humana, cosificada, que
hay en el hombre”. Todo ello, hace pensar que la humanidad está en horas bajas.
En estos difíciles momentos se oye cada vez más la
palabra buenismo como peyorativo y a
sus defensores como retrógrados o extremistas; se prefiere, por contra,
simplificar las cosas volviendo a las películas de buenos y malos, volviendo a
la lucha del bien contra el mal. Pero, buscar el bien de los demás, el promover
una vida digna para el otro, se califica como populista, término utilizado, como no, también en sentido negativo.
Sin embargo, las políticas de austeridad; los recortes de derechos, los
recortes de servicios básicos y a veces esenciales, los recortes de los
sustentos para vivir; son medidas políticas que nos llevarán a medio y largo
plazo al paraíso. Es verdad, ya el gran economista Keynes nos decía que “a
largo plazo todos muertos”: ¡será por eso!
La violencia genera violencia y pocas veces se
termina una negociación machando al contrario. No obstante, el remedio que
aplicamos para resolver nuestras diferencias sigue siendo la solución militar,
las guerras, aunque, por activo y por pasivo somos conscientes de que poco
adelantamos con ello, salvo el beneficio de aquellos que aumentan su fortuna o
su poder. Los grandes cambios han surgido
siempre como consecuencia de importantes evoluciones en la forma de pensar. Las ideas, por otra parte, siempre han sido los muros más difíciles de saltar.
Aquello en lo que creemos como dogma de fe, porque en muchos casos se ha asentado
en lo más profundo de nuestro ser, suele ser la prisión que no nos deja
caminar: evolucionar. Por ello cambiar el
esquema de pensamiento, la cultura, los valores, etc. puede ser un camino
adecuado para el cambio permanente.
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