Parece que una idea muy extendida es que el sector
privado es el único que crea riqueza. El Estado mejor que sea reducido y no
afecte al funcionamiento del mercado, dicen los fundamentalistas del mercado. Por
eso las políticas que llevan a cabo quieren impulsar los beneficios de las
empresas para que reinviertan en la economía y así exista crecimiento económico.
Y esto nos lo han grabado en la mente a fuego como si fuera una verdad absoluta.
No obstante, cada día está más claro que un mercado a su albur, sin embridar
fomenta desigualdades cada vez más grandes. Y con grandes desigualdades, los que
obtienen beneficios abusivos no los reinvierten en la economía real, en
investigación, desarrollo e innovación, no los dedican a mejorar el bienestar
de todos, a mejorar la estructura económica de la sociedad. Se dedican a
especular en los mercados financieros. Se dedican a ganar dinero fácil y no precisamente
con el sudor de su frente.
Si la especulación financiera fue la principal causa
de la crisis última, llamada gran
recesión. Seguimos actuando igual y con las cacareadas mejoras
macroeconómicas, incremento del PIB, seguimos
haciendo lo mismo, financiarizando la economía, especulando con los beneficios
y retirando recursos de todo tipo de la economía real. Siendo el efecto más
dañino de estas actuaciones el paro crónico, la cantidad de personas sin
trabajo o con trabajo precario que pudiendo realizar su aportación a la
sociedad no pueden hacerlo, lo que parece un verdadero disparate. Así estoy de
acuerdo con María Mazzucato que, en una economía capitalista, considera: “La
razón por la que puede que no haya empleos es porque las empresas y la economía
se está fiananciarizando.”
El mercado es una invención de las sociedades
humanas y no es tan antiguo como muchas puedan pensar. Pero el mercado no
funcionaría sin la presencia del Estado. “Ningún elemento o institución de
carácter económico es “natural”, propio
de la naturaleza, sino que es una creación del ser humano organizado en
sociedad […] eso que se conoce como libre mercado es un oxímoron […] Puede
haber mercados cuyo diseño está destinado a proteger a los más indefensos y a
los que menos poder tienen, o puede haber mercados cuyo diseño está destinados
a permitir que los más poderosos tengan la libertad de imponerse y aprovecharse
de los más indefensos.[1]”
También “el Estado entendido como núcleo del poder legal no es una institución positiva o
negativa en sí misma. El Estado es una herramienta para cambiar la realidad
social y económica y puede ser utilizado para multitud de objetivos[2]”.
Según el economista Abba Lerner “La principal responsabilidad del Gobierno (que
no puede ser asumida por nadie más) es la de mantener una proporción de gasto
total en bienes y servicios que no sea mayor ni menor que la proporción que
permitiría adquirir a precios actuales todos los bienes que es posible
producir. Si se permite que el gasto
total supere este umbral, se generará inflación, y si se permite que esté por
debajo, se generará desempleo.”
Uno de los mitos que Eduardo Garzón trata de
mostrarnos en su último libro es que se piensa que el Estado tiene que recaudar
impuestos para gastar. Sin embargo, es justo lo contrario. El Estado no puede
recaudar impuestos en la moneda oficial si antes no ha emitido la misma, bien
imprimiendo monedas o mediante anotaciones en cuentas. La forma, por tanto,
mediante la que el Estado crea dinero
es a través del gasto público. Cuando el sector privado está congelado, cuando
la máquina inversora no funciona, el Estado, conforme nos decía Keynes, tiene
que invertir y gastar para generar demanda agregada. Lo que es una locura en
situaciones de crisis es limitar el gasto público, limitar el déficit al 3 %
del PIB, salvo intención maléfica de apostar porque el mercado siga acumulando
riquezas en manos de unos pocos.
Nos señala Eduardo Garzón que “la existencia de
déficits públicos ha sido siempre recurrente y natural, puesto que todas las
economías del planeta tienden a fomentar en la medida de sus posibilidades su
propio desarrollo, y una de las maneras de conseguirlo es incrementado el gasto
total (y, por tanto, el ingreso total y el PIB) a través de esta herramienta
fiscal.[3]”
No nos puede sorprender, por tanto, que “de las 187 economías que hay en el
planeta, solo 26 (apenas el 14 %) registraron superávit fiscal en el año 2015;”
siendo esto lo normal en la historia.
Si el déficit del Estado puede estimular la
economía, si un Estado que imprime moneda no puede nunca quebrar, si el Banco
Central puede gastar sin pedir “¿Qué demonios hacemos recortando en pensiones,
sanidad, educación, dependencia, salarios, desempleo, etc., para cumplir con
esa maldita regla acientífica e improvisada por cuatro personas que obliga a
reducir el déficit público?[4]”
Debemos recordar que “el dinero es una forma de
medir los compromisos y la moneda una forma –entre otras muchas—de materializar
esa medición.[5]” Lo
importante son los productos y servicios que una sociedad puede producir (con eso vivimos) y para eso es nefasto tener
recursos ociosos. Pero jugamos a que los beneficios sean cada vez mayores y se
los apropien unos pocos más codiciosos, y, encima, cada vez hay más constancia
de que, como nos dice Mariana Mazzucato
“el riesgo se mueve cada vez más hacia el sector público y el sector
privado recibe los beneficios.” Algunos recogen las ganancias y la mayoría
pagamos los platos rotos.
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