La corrupción se extiende como mancha de aceite por
toda la sociedad, pero los resultados de las
distintas elecciones habidas en nuestro país en el último año, parecen
avalar que estamos banalizando el mal; expresión que utilizó y analizó Hannah
Arendt en su libro Eichmann en Jerusalén.
Nuestra sociedad de hoy, parece demostrar que nuestros conciudadanos consideran
que es mejor lo malo conocido que lo bueno por conocer y que los males que nos
aquejan son males necesarios y comunes. No cabe duda de que para llegar a esta
situación los medios de comunicación vinculados a los poderosos han entrado en
pie de guerra para cerrar toda la posibilidad a nuevas ideas y sensibilidades.
Y no sólo a nuevas ideas sino a la posibilidad de que el pueblo pueda ponerse a
pensar. Confundir, dar espectáculo y banalizar el mal podría ser su lema.
Nos hemos acostumbrado tanto a los casos de
corrupción que parece ser la forma habitual de comportarse de nuestros
ciudadanos. Asumimos la corrupción como si fuera la carrera universitaria más
aplaudida en nuestro país. Debemos tener en cuenta que “La banalidad del mal no
tiene que ver con la psicopatología, sino con la normalidad, aun si la
característica de esta normalidad es la de ser funesta y siniestra[1].”
Y, así se pregunta el psicoanalista y psiquiatra francés Christophe Dejours
“cómo la racionalidad ética puede perder su puesto de mando, al punto de
resultar no borrada, pero sí invertida.[2]”
Los ciudadanos que vivimos en democracias creemos
estar por encima de los demás, aquellos que viven en otros sistemas políticos,
pero algo está afectando a nuestros sentimientos, algo está anestesiando
nuestro sentido de justicia. A mayor corrupción, a mayor número de muertes de
inmigrantes, a mayor número de mentiras demostradas, a mayor número de guerras
y muertes innecesarias, a mayor desigualdad y pobreza; el mundo democrático más
se mantiene en posturas radicales y extremistas a favor de valores insolidarios
y contrarios a los derechos humanos.
El aumento de la desigualdad en los países
desarrollados, entre los que España y Estados Unidos son punteros y paradigmáticos,
nos demuestra la división que algunos pretenden de la humanidad y, por tanto,
el descenso del humanismo de forma acelerada. En nuestro país sabemos que no
sólo las clases medias están siendo perjudicadas por el pensamiento mágico del
neoliberalismo sino que ha sido el 20% más pobre de la población española el
que más renta ha perdido en estos últimos años, lo que demuestra la baja
moralidad de nuestras políticas. En España los ricos son cada vez más ricos, y
los pobres son cada vez más pobres, y la brecha entre unos y otros seguirá
aumentando mientras no se tomen medidas que cambien la dirección actual.
El informe de la Red Europea de Lucha contra
la Pobreza y la Exclusión Social (EAPN), nos dice que en
España hay 13 millones de personas en riesgo de pobreza o exclusión y de esos
13 millones, 3,5 se encuentran en una situación de pobreza severa. Sin embargo,
se sigue desahuciando a gente atrapada por el juego sucio de los bancos que
sólo sirvió para beneficio de ellos mismos. Se venden viviendas públicas a los fondos buitres para que sigan cerrando
la horca de la que penden los inquilinos y así hacer negocios rentables con el
dinero de todos.
Escribía también Hannah Arendt que “Solamente en
los casos en que tenemos buenas razones para creer que esas condiciones podrían
ser cambiadas, pero no lo son, estalla la furia. No manifestamos una reacción
de furia a menos que nuestros sentido de justicia se vea atacado”. Creo que las
condiciones, fuera de un falso populismo, pueden ser cambiadas. Y para cambiar
las condiciones de esta situación, a mi modo de ver claramente injusta, la base
tiene que ser el cambio de nuestros valores. Por ello se necesita educar en
valores democráticos que busquen una sociedad más justa en la que todos podamos
vivir dignamente y perseguir nuestro desarrollo integral.
Hasta el propio Papa se pregunta ¿por qué salvamos
a los bancos y no a los emigrantes?, mientras la mayoría de la ciudadanía vota
a favor de que los mercados lo arreglarán todo e insensibles a la realidad
social, se permite y se banaliza la corrupción, la injusticia, la
desconsideración al emigrante, la despreocupación con el desahuciado, la indiferencia
ante el que queda atrás en la carrera competitiva de este capitalismo
desenfrenado.
La escisión del yo, es una de las razones que
apuntan los expertos. La facultad de pensar se suspende en sectores concretos,
pero, en cambio, se mantiene ejerciéndose de modo correcto en los demás
sectores de la vida privada: educación de los hijos, trabajo, vida amorosa,
intereses artísticos y culturales, etc. La ausencia de pensamiento en aquellos
sectores contra los que no se puede luchar, en sectores en los que nos sentimos
impotentes, en los que sentimos miedo e inseguridad, podría ser la causa de la
maldad banalizada.
Es importante recordar y grabar en nuestra mente lo
que nos decía la ONU en la Declaración Universal de los Derechos Humanos: “la
libertad, la justicia y la paz en el mundo tienen por base el reconocimiento de
la dignidad intrínseca y de los derechos iguales e inalienables de todos los
miembros de la familia humana; [...] el desconocimiento y el menosprecio de los
Derechos Humanos han originado actos de barbarie ultrajantes para la conciencia
de la humanidad y que se ha proclamado como la aspiración más elevada del
hombre, el advenimiento de un mundo en que los seres humanos, liberados del
temor y la miseria disfruten de la libertad de palabra y de la libertad de
creencias.” No se puede tener una conciencia laxa frente a lo que pasa. No se
puede educar sólo para competir y ganar a los demás en un mundo en el que al
final todo se perderá. Hay que educar para convivir y buscar una vida libre y
digna para todos.
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