Me cuesta mucho creer que una gran parte de los
españoles sean capaces de buscar pajas en ojo ajeno y no ver las vigas que
llevan en sus propios ojos. Me cuesta mucho creer que alguien ponga el foco
permanentemente en aquello que se ha demostrado falaz y mentiroso y, sin
embargo, desvíen sus focos de aquello que se puede incluso ver sin luz, a
simple vista. Pero, aunque yo sea un incrédulo, la realidad, al menos la que
nos presentan como realidad, nos informa de que
en nuestro país o hay una ceguera general o los valores que se persiguen
tienen poco que ver con una sociedad que defienda los intereses generales, la
dignidad de las personas, incluso nuestra Constitución.
Parece como si hubiera una epidemia cegadora que
borrara todo lo que se ve. Es como si nuestro cerebro no pudiera aguantar tanta
suciedad, tanta inmundicia y nos hiciera perder la facultad de ver: “la
agnosis, lo sabemos, es la incapacidad de reconocer lo que se ve[1]”.
Algo raro debe pasar, se han borrado nuestros valores, nuestra mente ha quedado
encenagada en un líquido blanquecino. “Pero una epidemia de ceguera es algo que
nunca se ha visto”. No obstante, algo fuera de lo normal pasa: “Había llegado
incluso a pensar que la obscuridad en que los ciegos vivían no era, en
definitiva, más que la simple ausencia de luz […] Ahora, al contrario, se
encontraba sumergido en una albura tan luminosa, tan total, que devoraba no
sólo los colores, sino las propias cosas y los seres, haciéndoles así
doblemente invisibles”. ¿Puede ser esa albura la razón del porqué hemos llegado
hasta aquí? ¿Puede ser la blancura deslumbrante la razón de nuestros engaños y
sinrazones?
Parece como si la corrupción, la pérdida injusta de
derechos, el saqueo constante de los
pobres para dárselo a los ricos, la ayuda prioritaria a los bancos y el olvido
de los ciudadanos, la reducción de salarios para aumentar los beneficios, los
recortes en sanidad, educación, dependencia, la suerte de los inmigrantes, el
amordazamiento de nuestra libertad, etc., fueran conceptos diluidos y poco
entendibles para la mayoría deslumbrada por la blancura de su conciencia. Creo
“que esto tiene que ver con el cerebro”. Aunque “una epidemia de ceguera es
algo que nunca se ha visto”. Algo poco común nos debe pasar. ¡No reconocemos el
bien y el mal, nuestros sentidos están ofuscados, deslumbrados, cegados!
Parece que todo nos da igual, no entendemos las
inconsistencias que se nos presentan. Nos parece normal que la que se llama
primera fuerza de la izquierda haga un pacto con la derecha y sin embargo
critique que otros dijeran que no había ya el espectro izquierda/derecha. Nos
parece normal que aquellos que remarcan su españolidad aprovechen los votos de
los nacionalistas para gobernar. Nos parece normal que se nos diga en campaña
unas cosas y que al mismo tiempo se esté informando a los organismos europeos
de lo contrario, nos parece normal que aquellos que se consideran moderados
sean los que más daño hagan a la sociedad y llamen extremistas a aquellos que
quieren el bien social. Nos parece normal que para que mejore la economía a
largo plazo deben pasar hambre y sufrimientos unos para que otros vivan holgadamente
y con lujos innecesarios, nos parece normal que para que se incentiven las
ventas de las empresas, se reduzcan los ingresos de los ciudadanos.
Es verdad que el capitalismo tiene estas cosas
contradictorias, nos ofrece vivir como si no hubiera mañana, vivir como si
fuésemos la última generación sobre la Tierra. El crecimiento es vital para su
buen funcionamiento y es su consigna, pero nos olvidamos de conservar nuestro
hábitat, nos olvidamos de las generaciones futuras y las limitaciones de nuestro
mundo. Como se ha dicho sólo un loco o un economista pueden creer que los
recursos son ilimitados y el crecimiento infinito. Pero la ceguera blanca se
expande de forma fulminante.
Es como si la complejidad del mundo que hemos creado
nos generase una confusión que nos va haciendo cada vez más insensibles a la
realidad, como si la abundancia de la información poco veraz nos fuera haciendo
perder la memoria de las cosas, de los nombres, de las relaciones, de las normas.
Quizás habría que inventar una especie de máquina de
la memoria, como José Arcadio Buendía en Cien años de soledad. Una máquina que
nos obligara a ver las cosas como son, que nos recordase los valores perdidos,
que evitara que premiemos a los que defraudan, a los corruptos, a los
aprovechados y nos hiciera ver que lo normal es premiar a aquellos que cumplen
con las reglas que nos imponemos entre todos, a aquellos que son solidarios, a
aquellos que todavía se ruborizan cuando cometen una falta, a aquellos que
nunca piensan en aprovecharse de los demás y se ponen en su lugar antes de
juzgarlos.
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