Es el momento de llegar a acuerdos. No es el momento
de perder tiempo. En nuestro país hay urgencia para solventar problemas que no
pueden demorarse. No podemos vivir en campaña política eternamente. No podemos permitirnos
unas nuevas elecciones que suponen un coste inasumible y un desgobierno con una
inercia preocupante. La desigualdad y la pobreza que se nos ha instalado y
amenaza con seguir incrementándose no admite más demora. Las cadenas de la
deuda siguen engrosándose e inmovilizando el desarrollo de nuestra sociedad.
Las elecciones del 20-D trajeron un cambio político. Han sustituido el
conservadurismo de un rodillo político que bloqueaba cualquier atisbo de debate
indagador de nuevos caminos que nos llevaran a mejoras sociales, por un
equilibrio incierto de fuerzas políticas que, de momento, un día ponen el fiel
de la balanza en políticas conservadoras y otro en el lado contrario de las
políticas de cambio y a favor de las personas.
Pero este balanceo no debe preocuparnos, como nos
dice Daniel Innerarity “la democracia es un equilibrio entre acuerdo y
desacuerdo, entre desconfianza y respeto, entre cooperación y competencia,
entre lo que exigen los principios y lo que las circunstancias permiten. La
política es el arte de distinguir correctamente en cada caso entre aquello en
lo que debemos ponernos de acuerdo y aquello en lo que podemos e incluso
debemos mantener en desacuerdo[1]”.
La obcecación puede llevarnos a conseguir efectos perversos que anulen los
deseos de cambio y eche por tierra cualquier avance en los derechos sociales.
Lo único que según mi criterio nos debe preocupar es no saber cubrir las
necesidades de la ciudadanía, no saber ver la luz entre tanta opacidad y
corrupción, no saber elegir la buena dirección.
Hacer juegos malabares puede tener un resultado
desastroso. En política es difícil unir una cosa y su contraria, por mucho que
los extremos se atraigan. Sin embargo, hay quien sigue haciendo campaña
electoral con el miedo y hay quien con su indecisión piensa que se puede
gobernar mirando a la derecha y a la izquierda. No me cabe duda de que siempre puede
haber acuerdos para temas concretos o decisiones asumidas por todos
mostrándonos ya que el sentido común puede ser algo más común y puede ser
asumido por cualquier ciudadano, siga a un partido u otro. No obstante, un
gobierno de cambio tiene que tener claras sus líneas básicas, su ética mínima,
tiene que tener claras sus políticas y éstas no pueden ser bidireccionales, es
decir que persigan modelos contrapuestos.
Los cuatro últimos años nos han demostrado que un
partido sin control y a base de rodillo parlamentario, en un mundo dónde el
dinero sigue siendo el mayor imán, puede suponer un peligro cierto para la
democracia y los ciudadanos que la conforman. Una democracia, sin duda, “más
que un régimen de acuerdos, es un sistema para convivir en condiciones de
profundo y persistente desacuerdo. Ahora bien, en asuntos que definen nuestro
contrato social o cuando se dan circunstancias especialmente graves los
acuerdos son muy importantes y vale la pena invertir en ellos nuestros mejores
esfuerzos” [...] ”los desacuerdos son más conservadores que los acuerdos;
cuanto más polarizada está una sociedad menos capaz es de transformarse. Ser
fiel a los propios principios es una conducta admirable, pero defenderlos sin
flexibilidad es condenarse al aislamiento[2]”.
Estos cuatro últimos años no ha habido voluntad ciudadana, no ha habido
democracia, no ha habido pactos entre los partidos políticos, no ha habido
búsqueda de acuerdos. Se ha gobernado en soledad y el que busca la soledad
termina encontrándose sólo y sin nadie con quien acordar.
La lucha por el poder está obligando a los partidos
a buscar alianzas y pactos. Se olvida, no obstante, lo más importante; que
buscar acuerdos puede ser un camino que se apoye en la diversidad existente en
nuestra ciudadanía, en nuestra sociedad, reflejada en las últimas
elecciones. Además “En muchos ocasiones
llevar la contraria es una automatismo menos imaginativo que buscar el acuerdo.
El antagonismo ritualizado, elemental y previsible, convierte a la política en
un combate en el que no se trata de discutir asuntos más o menos objetivos sino
de escenificar unas diferencias necesarias para mantenerse o conquistar el
poder” [...] “los que discuten no dialogan entre ellos sino que pugnan por la
aprobación de un tercero[3]”.
Los desacuerdos se escenifican ante los espectadores y suponen una lucha por el
poder que olvida realmente el fin último de las elecciones que no es estar
permanentemente en campaña sino el de conformar un Gobierno que ponga en marcha
medidas que hagan posible una sociedad mejor y más justa.
De nuevo con Daniel Innerarity hemos de concluir tristemente
que “A diferencia de los sistemas políticos en los que se reprime la
disidencia, se obstaculiza la alternativa o se ocultan los errores, un sistema
donde hay libertad política tiene como resultado una batalla democrática en
virtud de la cual el espacio público se llena de cosas negativas –unos critican
a otros, los escándalos se magnifican [y arriman el ascua al interés de cada
parte], la protesta se organiza, nadie alaba al adversario, la honradez es
noticia, la gente tiende a hacer valer sus intereses lo más ruidosamente que
puede—y es conveniente que saquemos de todo ello las conclusiones correctas[4]”.
Y las conclusiones correctas deben sacarse de la lectura de los programas y de
las medidas e instituciones que se pongan en marcha para una aplicación de las
mismas. No vale votar por votar. Tampoco parece razonable que los proyectos
sean inamovibles que estén labrados en piedra. Debe haber flexibilidad, sentido
común, honradez, respeto a las personas y sobre todo la búsqueda del bien
común.
No hay comentarios:
Publicar un comentario