Creo en una sociedad que
respete los derechos fundamentales de todos los ciudadanos. Creo en una sociedad
que facilite a sus integrantes ser libres y autónomos en el desarrollo de sus
capacidades. Creo en una sociedad que recompense el esfuerzo y los méritos de
aquellos que trabajen especialmente por el bien común. Por contra, no me parece
lo más edificante y congruente con esa sociedad que sean los parásitos de la
misma y aquellos que se aprovechan del trabajo de los demás los que más beneficio
saquen. No podemos estar en contra de la gente que ha contribuido a mejorar en
cualquier aspecto este mundo, inventores, emprendedores, luchadores por los
derechos, pero no creo que esté justificada la apropiación de una gran parte de
la tarta social por aquellos que aplican contratos basados en la ausencia de
los mínimos Derechos Humanos, por aquellos que se enriquecen con la venta de
armamento tal vez para bombardear niños, por aquellos que se aprovechan de la
privatización de los bienes públicos y pasean sus yates por nuestros mares, por
aquellos que se enriquecen con los dineros públicos al margen de la Ley, por
aquellos que especulan y arriesgan el dinero de los demás y son capaces de
expropiar el dinero de la mayoría para pagar su vicio de avaricia, por aquellos,
en definitiva, que viven de las rentas generadas por el trabajo de otros sin
pegar un palo al agua.
Se califica de rentista a
aquella persona que percibe una renta, o persona que vive de sus rentas o de
los ingresos que le producen sus inversiones. De ellos, escribe Stiglitz[1]
que “las rentas no
son más que redistribuciones de una parte de la sociedad a los que obtienen
esas rentas. [Y que] Gran parte de la desigualdad en nuestra economía es el resultado
de la captación de rentas, porque es una actividad que, hasta cierto punto,
traslada el dinero de los de abajo a los de arriba”. De esta forma “la
captación de rentas distorsiona la asignación de recursos y debilita la
economía”.
Si consideramos además que “Cuanto
más dinero se concentra en la cima, más disminuye la demanda agregada [...] la
demanda total en la economía será inferior a la oferta, y eso significa un
aumento del desempleo, que apagará la demanda todavía más[2]”.
Hemos de convenir, por tanto, que vivir de las rentas no parece la mejor manera
de contribuir al bien social.
Uno de los adalides de la
lucha por la disminución de las
desigualdades crecientes en este mundo es el economista, ya mencionado
anteriormente, el premio nobel Stiglitz. Cuenta Stiglitz que durante una cena
el anfitrión había reunido a destacados multimillonarios, intelectuales y otros
a quienes preocupaban la desigualdades. Durante las primeras conversaciones oyó
decir sin querer a uno de ellos cuyo único mérito había consistido en heredar
una fortuna, comentar con otro el problema consistente en cómo la gente vaga
trataba de salir adelante aprovechándose de los demás, sin que se dieran cuenta
de la contradicción, de la ironía. En muchas ocasiones somos ciegos a las
inmensas bolsas de ineficiencia sociales y, sin embargo, nos detenemos
insistentemente en casos que a fin de cuentas inciden menos negativamente en la
sociedad.
En esta economía globalizada
y financiarizada el mayor sistema rentista, que ha socavado gravemente los
cimientos de las economías desarrolladas, es el sistema financiero, retirando ávidamente
recursos económicos del sistema productivo. Así “En los últimos años, el sector
financiero ha obtenido alrededor del 40 por ciento de todos los beneficios
empresariales. Eso significa que su aportación social entra en la columna del
haber, en absoluto. La crisis ha demostrado hasta qué punto podía causar
estragos en la economía. En un mundo que busca vivir de las rentas, como es hoy
el nuestro, los rendimientos particulares y los rendimientos sociales no tienen
nada que ver entre sí[3]”.
Jugando en la bolsa y especulando no sólo, a veces, no se crean bienes y
servicios necesarios para la sociedad en su conjunto sino que, incluso, se
destinan recursos que deberían dedicarse al crecimiento económico y mejora de
la sociedad a fines espurios y en muchos casos innecesarios.
Las empresas de calificación han vivido también de rentas extraídas
del sistema productivo. Han demostrado ser una herramienta de manipulación a
países y empresas, informando aquello que beneficiaba a los que pagaban. No
podemos olvidar que antes del verano de 2007 las tres grandes agencias de
calificación otorgaban calificación
máxima al 80 % de los paquetes subprime que
en breve tiempo provocarían el derrumbe por efecto dominó del mundo
inmobiliario. También es muy famoso el caso de Lehman Brothers con calificación
de alta solvencia antes de su bancarrota en septiembre de 2008. Por eso hay que
aplaudir el anuncio efectuado esta semana por la Alcaldesa de Madrid de la
posible rescisión a finales de año de los contratos que el Ayuntamiento
de Madrid mantiene
con las agencias de calificación Standard & Poor's y Fitch, alegando que no tiene intención de
emitir más deuda, sino, al contrario, de afrontar los pagos pendientes de la
misma. Los contratos (que se renuevan anualmente) suponen que el Ayuntamiento
tenga que desembolsar 50.469,12 euros en el caso de Fitch y 56.481,55 euros en el caso
del contrato con Standard & Poor's. Esto nos demuestra que la política
puede encontrar maneras y recursos para dar la vuelta a la situación actual de
expansión de la desigualdad.
Sin
embargo, a dos meses de las elecciones, Cáritas ha avisado que se está
perdiendo la batalla frente a la pobreza y la exclusión. Parece que no queremos
darnos cuenta que incrementar las rentas de los que viven de ellas sin aportar
apenas nada y sí extraer más de lo que les corresponde es un mal social que
tiene mala pinta. Por desgracia, no puedo por menos que coincidir nuevamente
con Stiglitz cuando dice que “entramos en un mundo dividido no solo entre ricos
y pobres, sino también entre los países que no hacen nada para remediarlo y los
que sí[4]”.
Debemos hacer hincapié en que la economía no es más que la herramienta pero los
objetivos a conseguir los marca la política. Por eso no es la economía, en
contra de lo que decía el lema de la campaña de Clinton, sino que ¡Es la
política, estúpido!
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