Por mucho que algunos sectores sociales reclamen
mayor igualdad entre las personas, la realidad es que el sistema de la
desigualdad, el capitalismo neoliberal, sigue triunfando y generando más
distanciamiento entre una minoría y el resto. Porque los valores del
neoliberalismo se basan en la competitividad, en el individualismo, en la
rivalidad por los recursos y bienes y desecha la solidaridad y la empatía con
el otro. El beneficio es el dios supremo y éste valor machaca y derrota a
cualquier otro, por muy ético que sea, que no suponga el triunfo
individualista. El triunfo en la carrera neoliberal no puede, en este sistema,
ser enturbiado por los valores humanitarios. El ganador debe vencer y machacar. El ganador suele tener,
además, más cartas que le permitirán seguir ganando sin piedad. El ganador,
como la banca, se lo lleva todo.
El problema de la desigualdad es que no tiene
futuro. La desigualdad es un cáncer social. No sólo porque abona a una gran
parte de la población a una vida indigna y sin pulso para vivirla. No sólo
porque ni siquiera funciona a nivel económico. Además, está consiguiendo
enfermar la nave que nos transporta. En el momento en el que estamos puede ser
una enfermedad mortal y es incierta la
posibilidad de vuelta atrás. La desigualdad, en consecuencia, está
contribuyendo a seguir insistiendo y aumentando los grandes problemas
ecológicos. Así, sabemos que el 10 % de los que más tienen, emiten el 50 % del
gas de efecto invernadero. Por lo que no sólo hay que descarbonizar el modelo
energético sino que, también, es completamente necesario que los más ricos
moderen su nivel de consumo si queremos mantener expectativas de vida en la tierra.
Que no me hablen de que el mercado asigna los
bienes y recursos eficientemente. Todos hemos padecido la burbuja inmobiliaria
y somos conocedores de que, especialmente en las grandes ciudades, existen
millones de casas vacías, más que ciudadanos sin ellas, a pesar de que su
número también es millonario. El mercado de trabajo asigna este bien entre
aquellos que no pertenecen a la élite: estos mayormente viven de las rentas. En
relación al resto, el mercado de trabajo decide quién va a tener recursos para
vivir y quién no. Si bien es verdad que cada vez reparte menos recursos entre
los que consiguen entrar. Y la precariedad es lomás normal en este tiempo. No
sólo entre aquellos que consiguen trabajar por cuenta propia sino también entre
aquellos que siguiendo los mantras neoliberales se han hecho autónomos o se han
auto-empleado. Así, hoy en España, por seguir el mantra neoliberal, más de
300.000 autónomos perciben un salario inferior al Salario Mínimo
Interprofesional (SMI)[1]
y, en muchos casos, son esclavos de las empresas que les dan trabajo.
Y
que no me hablen de la privatización de los servicios básicos como la panacea
en la mejora económica y el bienestar de los ciudadanos. En España, en diez años, el agua ha subido un 76%; el
gas, un 48%; la luz, un 87%, mientas los salarios solo un13%. En 2007, para
pagar estos servicios básicos se necesitaba un 9% del salario medio, ahora
senecesita un 14%[2].
Es el triste record de la privatización tan proclamada por los neoliberales y
conservadores.
Los valores de esta sociedad son los que soportan
la desigualdad existente. Que un mínimo porcentaje de ricos acaparen más del 50
% de la renta de toda la población. Que casi 13 millones de personas estén en
riesgo de exclusión y pobreza. Que hay 1.613. 100 parados de larga duración, de
más de un año. Que la mitad de los
desempleados no cobran subsidio alguno y la mitad de quienes lo cobran reciben,
únicamente, la pensión asistencial. Que estamos a la cola de Europa en el
reparto de la renta. Que nuestro Coeficiente de Gini, que mide la desigualdad
en el reparto de ingresos entre los hogares, sitúa a España en 2016, último año
publicado, a la cola de la UE-28, sólo por delante de Rumanía, Lituania y
Bulgaria. En cuanto al reparto de la riqueza, según la Encuesta financiera de
las familias del Banco de España, la desigualdad de patrimonio entre los
hogares se ha doblado en sólo 12 años. La mitad más rica del país ha
incrementado su patrimonio medio en un 29%, mientras que la mitad más pobre lo
ha reducido en un 30%[3].
Parece, sin embargo, que los economistas ortodoxos
son ahora conscientes de que el libre comercio y la libre circulación de
capitales, que se ha acelerado a nivel mundial durante los últimos 30 años, no
ha beneficiado a todos. ¡Vaya por Dios! Son muchos, no obstante, los que no
saben, cuando votan, que valores están defendiendo. Pero, una sociedad en la
que los ciudadanos mantienen su voto y sus creencias a piñón fijo y sin pensar,
es una sociedad que permite caminar por caminos, aunque trillados, no elegidos
por la mayoría, una sociedad que se queda anclada en el pasado, una sociedad
dirigida por el interés de unos pocos y como los datos dejan patente, en
perjuicio de casi todos.
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