En el capitalismo neoliberal que
padecemos, menospreciar la gestión pública se ha convertido en un mantra
machacón que ha calado en la población de forma inconsciente. Para que no
pudiera plantearse duda alguna, las políticas neoliberales se han encargado de
retirar y reducir recursos para los servicios públicos ya establecidos que
dejaban ver, a fuerza de escasez, las deficiencias inducidas. Sin embargo, los
resultados obtenidos por las buscadas privatizaciones han sido poco halagüeños
para los ciudadanos, ya que han tenido que pagar facturas cada vez mayores y
recibir servicios más caros que no mejoraban la calidad. Además, han visto como
sólo se beneficiaban los administradores y accionistas de las empresas privadas
que se hicieron cargo de estos servicios.
La gestión pública de los
servicios básicos tiene la virtud de poner ha descubierto los valores que la
sociedad sostiene y están imbuidos en su cultura. El mejor o peor
funcionamiento de un servicio público tiene que ver con la sensibilidad social
de los ciudadanos, con la cohesión social y el sentimiento de identidad de sus
integrantes. La gestión privada, sin embargo, sólo se da si hay beneficio y
para conseguirlo no se detiene ante la pobreza, disminuciones de plantilla,
reducciones salariales, precarización laboral, búsqueda de subvenciones,
selección adversa de clientes en relación a su mayor o menor coste y a su mayor
o menor seguridad de cobro. La calidad del servicio y el coste del mismo
tendrían que ser los parámetros de su evaluación y hay evidencias, para quien
quiera ver, de que los costes que se pagan por la ciudadanía son hoy mayores y
los servicios que los ciudadanos reciben dejan que desear en algunos casos.
Las pensiones, la investigación,
las energías, la sanidad, la educación, la dependencia, la vivienda, salen
claramente perjudicadas con las políticas neoliberales. La corrupción, la
especulación y la desigualdad, se han disparado al alza, y el medio ambiente,
la solidaridad, la cohesión y la empatía parece que han sufrido una clara devaluación.
Todo es mercancía en este capitalismo. Y así el dinero que debiera ser un medio
de pago que facilite las transacciones de productos y la compra de servicios, se
ha convertido en una nueva mercancía más a la que damos un valor omnímodo,
cuando la realidad es que está basado en la confianza que la sociedad deposita
en él, como deuda que permitirá mediante su aceptación comprar otros bienes y
servicios.
El Estado no tiene que
intervenir, dicen los que aprovechan los beneficios privados, pero son ellos los
primeros que cuando sus excesos provocan el hundimiento de sus empresas, acuden
al papá Estado, para que entre todos los
ciudadanos acoquinemos recursos y les salvemos. Sólo hay que mirar para ver y
no estar sordo para poder oír.
Algunos Ayuntamientos, a pesar de
las dificultades que se les han puesto para lograrlo, basados en estudios de
expertos, se han dado cuenta de la realidad y han devuelto servicios básicos
que se habían privatizado a la gestión pública para realizarla por los propios
Ayuntamientos. Pero no hay que hacer grandes estudios para tener claro que hay
bienes esenciales que no pueden estar al arbitrio del mercado y menos en mundo
tan desigual, ni bajo la especulación financiera, ni dependiendo de la posibilidad
de poder pagar su precio. El aire y el agua son bienes que no pueden dejarse en
manos del mercado y, tampoco, la salud, la educación, la dependencia. Y no se
pueden dejar si queremos una sociedad que mire por sus integrantes, valorando
la vida como un bien que no puede definirse mediante un precio y no puede
valorarse con un medio de pago.
No es necesario recordar que,
incluso, el gasto público pone dinero en la economía, a favor del sector no
público, mejorando así el letargo que ésta pueda tener en tiempos de penuria, que
este dinero, además, tiene un efecto multiplicador beneficioso para las
empresas y los ciudadanos, estimulando la producción y la prestación de
servicios que pueda estar ociosa por falta de demanda.
No debería ser necesario recordar
que los gobiernos, a diferencia de las
familias y si emiten su propia moneda, no tienen restricción presupuestaria
sino, a lo sumo una “regla contable” convenida y asumida.
No
debería ser necesario recordar que hay gastos costosos pero que son de vital
importancia para el crecimiento y la mejora de la economía como el gasto en
educación y la investigación y el desarrollo (I+D). Gastos que no pueden
dejarse al albur de la empresa privada. Gastos que son externalidades positivas
que benefician a la generalidad de la sociedad, suponiendo grandes ahorros a
las empresas. Gastos que como en investigación y desarrollo han sido
silenciados cuando la administración era su financiador y promotor. Así nos
dice Mariana Mazzucato en su libro “El Estado emprendedor”: “En el desarrollo
de la aviación, la energía nuclear, los ordenadores, Internet, la biotecnología
y los actuales desarrollos en la tecnología verde, es y ha sido el Estado –y no
el sector privado—el que ha arrancado y movido el motor del crecimiento,
gracias a su disposición a asumir riesgos en áreas donde el sector privado ha
sido demasiado adverso al riesgo.[1]”
Si parece necesario recordar que debemos ¡Cuidar los servicios públicos! Es un bien
de todos.
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