La desigualdad es una violación de la dignidad
humana, una negación de la posibilidad
de desarrollo de las capacidades humanas.[1]
Termina una semana de largo puente, con dos fiestas
intercaladas de forma equidistante en las que hemos celebrado nuestra
Constitución y la Inmaculada Concepción. Una fiesta política y otra religiosa.
Sin embargo, hay quién no hace fiesta, el fundamentalismo del mercado en su
desarrollo más artificial, su parte financiera, no descansa. Los mercados
siguen su curso con subidas explosivas que son muestra de expectativas
inalcanzables y bajadas inexplicables que apuntan más a especulación y engaño
que a una verdadera realidad. Así, con este sistema, los ricos se hacen más
ricos y los pobres se hacen más pobres. El sistema financiero, sin duda, es la
herramienta más eficaz para el logro de la desigualdad en un mundo globalizado,
ya que permite que como imán el dinero fluya a juntarse con más dinero, dinero
llama a dinero.
También el sábado de la semana pasada se conmemoró
el día de los Derechos Humanos y aunque no es una fecha festiva el valor de los
mismos en una sociedad desarrollada es de vital importancia y sería importante
defenderlos y celebrarlos como valores que todos debemos vivir. En el mundo actual el cambio climático y la
desigualdad son dos problemas prioritarios, su falta de solución atenta sin
desmayo contra los Derechos Humanos. Göran Therborn escribió que “Las
desigualdades son violaciones de los derechos humanos, que impiden a miles de
millones de personas alcanzar un desarrollo humano pleno.”[2]
La desigualdad y los Derechos Humanos tienen, por tanto, caminos inversos; a
mayor desigualdad menos Derechos Humanos.
Imaginemos ahora una pequeña sociedad que vive en
la naturaleza que cultivan los alimentos que consumen entre todos y que debido
a los valores y normas morales que defienden cada miembro colabora en la
producción de los bienes necesarios de acuerdo a sus posibilidades y dotes. En
esta comunidad si producen más tendrán más para consumir pero lo esencial no es
producir por producir sino vivir lo mejor posible produciendo sólo aquello que
les ayuda a conseguir sus objetivos vitales. En esta sociedad competir para
tener más, olvidándose del ser, de disfrutar de lo que se tiene sin atender a
tener más que los demás: más millones, el barco más grande, el saco más lleno, no
es lo normal. Correr y correr detrás de un objetivo que siempre se mueve más
allá y olvidando, en su loca carrera, a los demás, no va con sus valores.
Respetan la naturaleza y buscan el desarrollo de sus capacidades y su
felicidad.
No vivimos en el mejor de los mundos. En el mundo
que hemos logrado, debemos darnos cuenta de los riesgos que corremos en este
mundo competitivo y globalizado, debemos darnos cuenta de que “La universalidad
del peligro y la mezcla existencial de ricos y pobres son dos caras de la misma
moneda.[3]”
Y que corremos alocadamente hacia una meta desconocida a la que quizá no
queramos llegar. En este camino la desconfianza y el temor son malos compañeros
de viaje y peores remedios de un mundo en peligro por la ambición de unos
pocos. El crecimiento que perseguimos inconscientemente, por sí mismo, está
demostrado, que no es la solución cuando para lograrlo se abre la brecha de la
desigualdad, se pisotean los Derechos Humanos y se esquilma el planeta en el
que vivimos.
“Las sociedades modernas –tanto occidentales como
no occidentales, tanto ricas como pobres— se ven confrontadas con riesgos históricamente
nuevos, globales (cambio climático, crisis financiera, terrorismo, etc.). Esta
confrontación adopta formas distintas en sociedades distintas, pero somete a todos al “imperativo
cosmopolita”: ¡coopera o fracasa!, ¡solo
la acción conjunta puede salvarnos! Los grandes riesgos globales –ecológicos,
tecnológicos, económicos—dan lugar a cadenas de decisiones que transforman la
dinámica política de los Estados nacionales. Surge una comunidad de destino
existencial, históricamente novedosa, entre el norte global y el sur global.
Esta consigna no nace del cosmopolitismo como actitud vital, no es una llamada
normativa a construir un “mundo sin fronteras”. Se trata de un hecho empírico:
los riesgos globales engendran una comunidad global forzosa, porque la
supervivencia de todos depende de que dichos riesgos nos reúnan en una acción
coordinada y conjunta[4].”
La desigualdad mata, alimentando la desconfianza
entre las personas, haciendo que el gasto en seguridad y en protegerse los unos
de los otros sea un gasto cada vez mayor que de no sería necesario en un mundo
más amable y cooperativo. La ambición y el poder son, igualmente, dos elementos
que colaboran en el logro de un mundo más errático y caótico. En el que somos
capaces de gastar millones de dólares en una guerra que sólo beneficia a los
ricos, pero a la que los pobres aportan las víctimas, y, sin embargo,
regateamos 100 euros a personas con necesidad extrema. Somos capaces de lanzar
miles de misiles que cuestan más de un millón de euros cada uno y escatimamos
ayudas a personas en riesgo de indigencia. Somos capaces de ver morir a
millones de emigrantes y sin embargo defender nuestro pequeño espacio lleno de
injusticia y corrupción.
Este, sin duda, es un mundo cruel que sabe mandar
hombres a la luna y no emplea el conocimiento que se multiplica
exponencialmente día a día para resolver problemas vitales que sólo requieren
voluntad política y respeto a los Derechos Humanos.
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